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Escrito: 1919.
Las ideas contenidas en los siguientes trabajos
fueron expuestas en una conferencia pronunciada, por invitación de la
Asociación Libre de Estudiantes de Munich, durante el invierno
revolucionario de 1919, y van así marcadas con la inmediatez de la
palabra hablada. Esta conferencia formaba parte de un ciclo, a cargo de
diversos oradores, que se proponía servir de guía para las diferentes
formas de actividad basadas en el trabajo intelectual a una juventud
recién licenciada del servicio militar y profundamente trastornada por
las experiencias de la guerra y la posguerra. El autor completó más
tarde su exposición antes de darla a la imprenta y la publicó por vez
primera en su forma actual durante el verano de 1919. (Nota de Marianne
Weber, en Heidelberg, agosto de 1926).
Max Weber nació el 21 de abril de 1864 en Erfurt y
murió el 14 de junio de 1920 en Munich. Es, por tanto, una persona que
nació y murió en Alemania. También se educó y vivió en este país. Así
que lo acontecimientos históricos de esa época influyeron en él de forma
importante. Hijo de un importante político del partido nacional liberal
y acaudalado industrial, estudió derecho, economía, historia, filosofía
y teología en las universidades de Heidelberg, Estrasburgo, Berlín y
Gotinga. Tras una tesis sobre las compañías comerciales en la Edad Media
(1889) y su habilitación con un trabajo titulado Historia agraria de
Roma (1892), fue nombrado catedrático de economía en la universidad de
Friburgo (1894). Posteriormente ocupó cátedras en las universidades de
Heidelberg (1896) y Munich (1919). Junto con Durkheim, Weber contribuye a
hacer de la Sociología una disciplina autónoma, al dotarla de un método
y un objeto de estudio específicos. Sus obras principales son "Economía
y sociedad" (primera edición en castellano en 1964), "La ética
protestante y el espíritu del capitalismo" (1969), "Sobre la teoría de
las ciencias sociales" (1971), "Ensayos sobre metodología sociológica"
(1958) o "Ensayos de sociología contemporánea" (1972).
Weber, como ya he comentado, es considerado sobre todo sociólogo, y
también economista. La obra que aquí nos ocupa: "La política como
vocación" pone claramente de manifiesto su interés por la psicología,
cosa no destacada hasta la actualidad. En ella Weber habla a un público
joven a cerca de las situaciones que condicionan al político y de las
características psicológicas que debe tener una persona para que se la
considere un "político de vocación". Weber es hijo de un empresario y
político alemán, además (como en esta obra se demuestra) un atento
observador de la vida política alemana y mundial, y fue cofundador del
Partido Demócrata Alemán. Su paso por la política fue poco exitoso, pero
lo suficientemente intenso como para que fuera capaz de captar muchas
de las esencias del comportamiento humano en este contexto. Empleando un
lenguaje impreciso, psicológicamente hablando, de lo que habla son de
las conductas, cogniciones y emociones que debe poseer una persona que
desee ser político. Podemos considerar esta obra como precursora de otra
que los psicólogos políticos debemos escribir en breve. Empleando el
conocimiento psicológico actual, hay que describir el perfil psicológico
adecuado para ser político en las sociedades actuales y darlo a
conocer.
El texto que aquí se incluye es la obra completa. El único cambio
realizado es resaltar algunos textos en negrita. (Nota de Enrique
Martín, en Madrid, agosto de 2001).
La conferencia que, accediendo a sus deseos, he de
pronunciar hoy les defraudará por diversas razones. De una exposición
sobre la política como vocación esperarán ustedes, incluso
involuntariamente, una toma de posición frente a los problemas del
momento presente. Esto, sin embargo, es cosa que haré sólo al final, de
un modo puramente formal y en conexión con determinadas cuestiones
relativas a la importancia de la actividad política dentro del marco
general de la conducta humana. De la conferencia de hoy quedarán
excluidas, por el contrario, todas las cuestiones concernientes a la
política que debemos hacer, es decir, al contenido que debemos dar a
nuestro quehacer político. Estas cuestiones nada tienen que ver con el
problema general de qué es y qué significa la política como vocación.
Pasemos, pues, a nuestro tema.
¿Qué entendemos por política? El concepto es extraordinariamente
amplio y abarca cualquier género de actividad directiva autónoma. Se
habla de la política de divisas de los bancos, de la política de
descuento del Reichsbank, de la política de un sindicato en una huelga, y
se puede hablar igualmente de la política escolar de una ciudad o de
una aldea, de la política que la presidencia de una asociación lleva en
la dirección de ésta e incluso de la política de una esposa astuta que
trata de gobernar a su marido. Naturalmente, no es este amplísimo
concepto el que servirá de base a nuestras consideraciones en la tarde
de hoy. Por política entenderemos solamente la dirección o la influencia
sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro
tiempo, de un Estado.
¿Pero, qué es, desde el punto de vista de la consideración
sociológica, una asociación política? Tampoco es éste un concepto que
pueda ser sociológicamente definido a partir del contenido de su
actividad. Apenas existe una tarea que aquí o allá no haya sido
acometida por una asociación política y, de otra parte, tampoco hay
ninguna tarea de la que puede decirse que haya sido siempre competencia
exclusiva de esas asociaciones políticas que hoy llamamos Estados o de
las que fueron históricamente antecedentes del Estado moderno. Dicho
Estado sólo es definible sociológicamente por referencia a un medio
específico que él, como toda asociación política, posee: la violencia
física. "Todo Estado está fundado en la violencia", dijo Trotsky en
Brest-Litowsk. Objetivamente esto es cierto. Si solamente existieran
configuraciones sociales que ignorasen el medio de la violencia habría
desaparecido el concepto de "Estado" y se habría instaurado lo que, en
este sentido específico, llamaríamos "anarquía". La violencia no es,
naturalmente, ni el medio normal ni el único medio de que el Estado se
vale, pero sí es su medio específico. Hoy, precisamente, es
especialmente íntima la relación del Estado con la violencia. En el
pasado las más diversas asociaciones, comenzando por la asociación
familiar, han utilizado la violencia como un medio enteramente normal.
Hoy, por el contrario, tendremos que decir que Estado es aquella
comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el territorio
es el elemento distintivo), reclama (con éxito) para sí el monopolio de
la violencia física legítima. Lo específico de nuestro tiempo es que a
todas las demás asociaciones e individuos sólo se les concede el derecho
a la violencia física en la medida que el Estado lo permite. El Estado
es la única fuente del "derecho" a la violencia. Política significará,
pues, para nosotros, la aspiración a participar en el poder o a influir
en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un
mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen.
Esto se corresponde esencialmente con la acepción habitual del
término. Cuando se dice que una cuestión es política, o que son
"políticos" un ministro o un funcionario, o que una decisión está
políticamente condicionada, lo que quiere significarse siempre es que la
respuesta a esa cuestión, o la determinación de la esfera de actividad
de aquel funcionario, o las condiciones de esta decisión, dependen
directamente de los intereses en torno a la distribución, la
conservación o la transferencia del poder. Quien hace política aspira al
poder; al poder como medio para la consecución de otros fines
(idealistas o egoístas) o al poder "por el poder", para gozar del
sentimiento de prestigio que él confiere.
El Estado, como todas las asociaciones políticas que históricamente
lo han precedido, es una relación de dominación de hombres sobre
hombres, que se sostiene por medio de la violencia legítima (es decir,
de la que es vista como tal). Para subsistir necesita, por tanto, que
los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese
momento dominan. ¿Cuándo y por qué hacen esto? ¿Sobre qué motivos
internos de justificación y sobre qué medios externos se apoya esta
dominación?
En principio (para comenzar por ellos) existen tres tipos de
justificaciones internas, de fundamentos de legitimidad de una
dominación. En primer lugar, la legitimidad del "eterno ayer", de la
costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria
orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad
"tradicional", como la que ejercían los patriarcas y los príncipes
patrimoniales de viejo cuño. En segundo término, la autoridad de la
gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente
personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las
revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un
individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los
profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los
gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los
partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la
legalidad, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la
competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es
decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones
legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno
"servidor del Estado" y todos aquellos titulares del poder que se
asemejan a él.
Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está
condicionada por muy poderosos motivos de temor y esperanza (temor a la
venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una
recompensa terrena o ultraterrena) y, junto con ellos, también por los
más diversos intereses. De esto hablaremos inmediatamente. Pero cuando
se cuestionan los motivos de legitimidad de la obediencia nos
encontramos siempre con uno de estos tres tipos puros. Estas ideas de la
legitimidad y su fundamentación interna son de suma importancia para la
estructura de dominación. Los tipos puros se encuentran, desde luego,
muy raramente en la realidad, pero hoy no podemos ocuparnos aquí de las
intrincadas modificaciones, interferencias y combinaciones de estos
tipos puros. Esto es cosa que corresponde a la problemática de la
"teoría general del Estado". Lo que hoy nos interesa sobre todo aquí es
el segundo de estos tipos: la dominación producida por la entrega de los
sometidos al "carisma" puramente personal del "caudillo". En ella
arraiga, en su expresión más alta, la idea de vocación. La entrega al
carisma del profeta, del caudillo en la guerra, o del gran demagogo en
la Ecclesia o el Parlamento, significa, en efecto, que esta figura es
vista como la de alguien que está internamente llamado a ser conductor
de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la
costumbre o una norma legal, sino porque creen en él. Y él mismo, si no
es un mezquino advenedizo efímero y presuntuoso, "vive para su obra".
Pero es a su persona y a sus cualidades a las que se entrega el
discipulado, el séquito, el partido. El caudillaje ha surgido en todos
los lugares y épocas bajo uno de estos dos aspectos, los más importantes
en el pasado: el de mago o profeta, de una parte, y el de príncipe
guerrero, jefe de banda o condottiero, de la otra. Lo propio del
Occidente es, sin embargo, y esto es lo que aquí más nos importa, el
caudillaje político. Surge primero en la figura del "demagogo" libre,
aparecida en el terreno del Estado-ciudad, que es también la creación
propia de Occidente y, sobre todo, de la cultura mediterránea, y más
tarde en la de "jefe de partido" en un régimen parlamentario, dentro del
marco del Estado constitucional, que es igualmente un producto
específico del suelo occidental.
Claro está, sin embargo, que estos políticos por "vocación" no son
nunca las únicas figuras determinantes en la empresa política de luchar
por el poder. Lo decisivo en esta empresa es, más bien, el género de
medios auxiliares que los políticos tienen a su disposición. ¿Cómo
comienzan a afirmar su dominación los poderes políticamente dominantes?
Esta cuestión abarca cualquier forma de dominación y, por tanto, también
la dominación política en todas sus formas, tradicional, legal o
carismática.
Toda empresa de dominación que requiera una administración
continuada necesita, de una parte, la orientación de la actividad humana
hacia la obediencia a aquellos señores que se pretenden portadores del
poder legítimo y, de la otra, el poder de disposición, gracias a dicha
obediencia, sobre aquellos bienes que, eventualmente, sean necesarios
para el empleo del poder físico: el equipo de personal administrativo y
los medios materiales de la administración.
Naturalmente, el cuadro administrativo que representa hacia el
exterior a la empresa de dominación política, como a cualquier otra
empresa, no está vinculado con el detentador del poder por esas ideas de
legitimidad de las que antes hablábamos, sino por dos medios que
afectan directamente al interés personal: la retribución material y el
honor social. El feudo de los vasallos, las prebendas de los
funcionarios patrimoniales y el sueldo de los actuales servidores del
Estado, de una parte; de la otra el honor del caballero, los privilegios
estamentales y el honor del funcionario constituyen el premio del
cuadro administrativo y el fundamento último y decisivo de su
solidaridad con el titular del poder. También para el caudillaje
carismático tiene validez esta afirmación; el séquito del guerrero
recibe el honor y el botín, el del demagogo los spoils, la explotación
de los dominados mediante el monopolio de los cargos, los beneficios
políticamente condicionados y las satisfacciones de vanidad.
Para el mantenimiento de toda dominación por la fuerza se requieren
ciertos bienes materiales externos, lo mismo que sucede con una empresa
económica. Todas las organizaciones estatales pueden ser clasificadas en
dos grandes categorías según el principio a que obedezcan. En unas, el
equipo humano (funcionario o lo que fueren) con cuya obediencia ha de
contar el titular del poder posee en propiedad los medios de
administración, consistan éstos en dinero, edificios, material bélico,
parque de transporte, caballos o cualquier otra cosa; en otras, el
cuadro administrativo está "separado" de los medios de administración,
en el mismo sentido en que hoy en día el proletariado o el empleado
"están" separados de los medios materiales de producción dentro de la
empresa capitalista. En estas últimas el titular del poder tiene los
bienes requeridos para la administración como una empresa propia,
organizada por él, de cuya administración encarga a servidores
personales, empleados, favoritos u hombres de confianza, que no son
propietarios, que no poseen por derecho propio los medios materiales de
la empresa; en las primeras sucede justamente lo contrario. Esta
diferencia se mantiene a través de todas las organizaciones
administrativas del pasado.
A la asociación política en la que los medios de la administración
son, en todo o en parte, propiedad del cuadro administrativo dependiente
la llamaremos asociación "estamentalmente" estructurada. En la
asociación feudal, por ejemplo, el vasallo paga de su propio bolsillo
los gastos de administración y de justicia dentro de su propio feudo, y
se equipa y aprovisiona para la guerra; sus subvasallos, a su vez, hacen
lo mismo. Esta situación originaba consecuencias evidentes para el
poder del señor, que descansaba solamente en le vínculo de la lealtad
personal y en el hecho de que la posesión sobre el feudo y el honor
social del vasallo derivaban su "legitimidad" del señor.
En todas partes, incluso en las configuraciones políticas más
antiguas, encontramos también la organización de los medios materiales
de la administración como empresa propia del señor. Éste trata de
mantenerlos en sus propias manos, administrándolos mediante gentes
dependientes de él, esclavos, criados, servidores, "favoritos"
personales o prebendados, retribuidos en especie o en dinero con sus
propias reservas. Intenta, igualmente, atender a los gastos de su propio
bolsillo, con los productos de su patrimonio, y crear un ejército que
dependa exclusivamente de su persona porque se aprovisiona y se equipa
en sus graneros, sus almacenes y sus arsenales. En tanto que en la
asociación "estamental" el señor gobierna con el concurso de una
"aristocracia" independiente, con la que se ve obligado a compartir el
poder, en este otro tipo de asociación se apoya en domésticos o
plebeyos, en grupos sociales desposeídos de bienes y desprovistos de un
honor social propio, enteramente ligados a él en lo material y que no
disponen de base alguna para crear un poder concurrente. Todas las
formas de dominación patriarcal y patrimonial, el despotismo de los
sultanes y el Estado burocrático pertenecen a este tipo. Especialmente
el Estado burocrático, cuya forma más racional es, precisamente, el
Estado moderno.
En todas partes el desarrollo del Estado moderno comienza cuando el
príncipe inicia la expropiación de los titulares "privados" de poder
administrativo que junto a él existen: los propietarios en nombre propio
de medios de administración y de guerra, de recursos financieros y de
bienes de cualquier género políticamente utilizables. Este proceso
ofrece una analogía total con el desarrollo de la empresa capitalista
mediante la paulatina expropiación de todos los productores
independientes. Al término del proceso vemos cómo en el Estado moderno
el poder de disposición sobre todos los medios de la empresa política se
amontona en la cúspide, y no hay ya ni un solo funcionario que sea
propietario del dinero que gasta o de los edificios, recursos,
instrumentos o maquinas de guerra que utiliza. En el Estado moderno se
realiza, pues, al máximo (y esto es lo esencial a su concepto mismo), la
"separación" entre el cuadro administrativo (empleados u obreros
administrativos) y los medios materiales de la administración. De este
punto arranca la más reciente evolución que, ante nuestros ojos, intenta
expropiar a este expropiador de los medios políticos y, por tanto,
también del poder político. Esto es lo que ha hecho la revolución [Se
refiere Weber a la revolución espartaquista de Alemania], al menos en la
medida en que el puesto de las autoridades estatuidas ha sido ocupado
por dirigentes que, por usurpación o por elección, se han apoderado del
poder de disposición sobre el cuadro administrativo y los medios
materiales de la administración y, con derecho o sin él, derivan su
legitimidad de la voluntad de los dominados. Cuestión distinta es la de
si sobre la base de su éxito, al menos aparente, esta revolución permite
abrigar la esperanza de realizar también la expropiación dentro de la
empresa capitalista, cuya dirección, pese a las grandes analogías
existentes, se rige en último término por leyes muy distintas a las de
la administración política. Sobre esta cuestión no vamos a pronunciarnos
hoy. Para nuestro estudio retengo sólo lo puramente conceptual: que el
Estado moderno es una asociación de dominación con carácter
institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un
territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a
este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su
dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que
antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus
propias jerarquías supremas.
Ahora bien, en el curso de este proceso político de expropiación
que, con éxito mudable, se desarrolló en todos los países del globo, han
aparecido, inicialmente como servidores del príncipe, las primeras
categorías de "políticos profesionales" en un segundo sentido, de gentes
que no querían gobernar por sí mismas, como los caudillos carismáticos,
sino que actuaban al servicio de jefes políticos. En las luchas del
príncipe contra los estamentos se colocaron del lado de aquel e hicieron
del servicio a esta política un medio para ganarse la vida, de una
parte, y un ideal de vida, de la otra. De nuevo, es sólo en Occidente en
donde encontramos este tipo de políticos profesionales. Aunque
sirvieron también a otros poderes, y no sólo a los príncipes, fueron en
el pasado el instrumento más importante del que éstos dispusieron para
asentar su poder y llevar a cabo el proceso de expropiación a que antes
aludíamos.
Aclaremos bien, antes de seguir adelante, lo que la existencia de
estos "políticos profesionales" representa desde todos los puntos de
vista. Se puede hacer "política" (es decir, tratar de influir sobre la
distribución del poder entre las distintas configuraciones políticas y
dentro de cada una de ellas) como político "ocasional", como profesión
secundaria o como profesión principal, exactamente lo mismo que sucede
en la actividad económica. Políticos "ocasionales" lo somos todos
nosotros cuando depositamos nuestro voto, aplaudimos o protestamos en
una reunión "política", hacemos un discurso "político" o realizamos
cualquier otra manifestación de voluntad de género análogo, y para
muchos hombres la relación con la política se reduce a esto. Políticos
"semiprofesionales" son hoy, por ejemplo, todos esos delegados y
directivos de asociaciones políticas que, por lo general, sólo
desempeñan estas actividades en caso de necesidad, sin "vivir"
principalmente de ellas y para ellas, ni en lo material ni en lo
espiritual. En la misma situación se encuentran también los miembros de
los Consejos de Estado y otros cuerpos consultivos que sólo funcionan
cuando son requeridos para ello. Pero no sólo éstos; también son
semiprofesionales ciertos grupos bastante numerosos de parlamentarios
que solamente hacen política mientras está reunido en el Parlamento. En
el pasado encontramos grupos de este tipo en los estamentos. Por
"estamentos" entendemos el conjunto de poseedores por derecho propio de
medios materiales para la guerra o para la administración, o de poderes
señoriales a titulo personal. Una gran parte de estas personas estaba
muy lejos de poner su vida al servicio de la política, ni por entero, ni
principalmente, ni de cualquier forma que no fuese puramente
circunstancial. Aprovechaban más bien su poder señorial para recibir
rentas o beneficios, y sólo desarrollaban una actividad política, una
actividad al servicio de la asociación política, cuando se lo exigían
expresamente el señor o sus iguales. Tampoco es otra la situación de una
parte de esas fuerzas auxiliares que el príncipe suscitó en su lucha
por crear una empresa política propia, de la que sólo él pueda disponer.
Así sucedía con los "consejeros áulicos" y, yendo aún más lejos, con
una parte de los consejeros que integraban la "Curia" y otras
corporaciones consultivas de los príncipes. Pero a los príncipes no les
bastaba, naturalmente, con estos auxiliares ocasionales o
semiprofesionales. Tenían que intentar la creación de un equipo dedicado
plena y exclusivamente a su servicio, es decir, un cuadro de auxiliares
profesionales. La procedencia de estos auxiliares, la capa social en
donde fueron reclutados, habría de determinar muy esencialmente la
estructura de las nacientes políticas dinásticas; y no sólo de ellas,
sino también de toda la cultura a que en ellas se desarrolló. En la
misma necesidad se vieron, y aún con mayor razón, aquellas asociaciones
políticas que, habiendo eliminado por entero o limitado muy ampliamente
el poder de los príncipes, se constituyeron políticamente en lo que se
llaman comunidades "libres"; "libres" no en el sentido de estar libres
de toda dominación violenta, sino en el de que en ellas no existía como
fuente única de autoridad el poder del príncipe, legitimado por la
tradición y, en la mayor parte de los casos, consagrado por la religión.
Estas comunidades sólo nacen también en el Occidente y su germen es la
ciudad como asociación política, la cual aparece por vez primera en el
círculo cultural mediterráneo. ¿Cómo se presentan en todos estos casos
los políticos "profesionales"?
Hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive
"para" la política o se vive "de" la política. La oposición no es en
absoluto excluyente. Por el contrario, generalmente se hacen las dos
cosas, al menos idealmente; y, en la mayoría de los casos, también
materialmente. Quien vive "para" la política hace "de ello su vida" en
un sentido íntimo; o goza simplemente con el ejercicio del poder que
posee, o alimenta su equilibrio y su tranquilidad con la conciencia de
haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de "algo". En
este sentido profundo, todo hombre serio que vive para algo vive también
de ese algo. La diferencia entre vivir para y el vivir de se sitúa,
pues, en un nivel mucho más grosero, en el nivel económico. Vive "de" la
política como profesión quien trata de hacer de ella una fuente
duradera de ingresos; vive "para" la política quien no se halla en este
caso. Para que alguien pueda vivir "para" la política en este sentido
económico, y siempre que se trate de un régimen basado en la propiedad
privada, tienen que darse ciertos supuestos, muy triviales, si ustedes
quieren: en condiciones normales, quien así viva ha de ser
económicamente independiente de los ingresos que la política pueda
proporcionarle. Dicho de la manera más simple: tiene que tener un
patrimonio o una situación privada que le proporcione entradas
suficientes. Esto es al menos lo que sucede en circunstancias normales.
Ni el séquito de los príncipes guerreros ni el de los héroes
revolucionarios se preocupan para nada de las condiciones de una
economía normal. Unos y otros viven del botín, el robo, las
confiscaciones, las contribuciones o imponiendo el uso forzoso de medios
de pago carentes de valor, procedimientos todos esencialmente
idénticos. Sin embargo, éstos son, necesariamente, fenómenos
excepcionales; en la economía cotidiana sólo el patrimonio posibilita la
independencia. Pero con esto aún no basta. Quien vive para la política
tiene que ser además económicamente "libre", esto es, sus ingresos no
han de depender del hecho de que él consagre a obtenerlos todo o una
parte importante de su trabajo personal y sus pensamientos. Plenamente
libre en este sentido es solamente el rentista, es decir, aquel que
percibe una renta sin trabajar, sea que esa renta tenga su origen en la
tierra, como es el caso de los señores del pasado o los terratenientes y
los nobles de la actualidad (en la Antigüedad y en la Edad Media había
también rentas procedentes de los esclavos y los siervos), sea que
proceda de valores bursátiles u otras fuentes modernas. Ni el obrero ni
el empresario (y esto hay que tenerlo muy en cuenta), especialmente el
gran empresario moderno, son libres en este sentido. Pues también el
empresario, y precisamente él, está ligado a su negocio y no es libre, y
mucho menos el empresario industrial que el agrícola, dado el carácter
estacional de la agricultura. Para él es muy difícil en la mayor parte
de los casos hacerse representar por otro, aunque sea transitoriamente.
Tampoco es libre, por ejemplo, el médico, y tanto menos cuanto más
notable sea y más ocupado esté. Por motivos puramente técnicos se
libera, en cambio, con mucha mayor facilidad el abogado, que por eso ha
jugado como político profesional un papel mucho más importante que el
médico y, con frecuencia, un papel resueltamente dominante. Pero no
vamos a continuar con esta casuística. Lo que nos importa es poner en
evidencia algunas consecuencias de esta situación.
La dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el
sentido económico, viven para la política y no de la política, significa
necesariamente un reclutamiento "plutocrático" de las capas
políticamente dirigentes. Esta afirmación no implica, naturalmente, su
inversa. El que tal dirección plutocrática exista no significa que el
grupo políticamente dominante no trate también de vivir "de" la política
y no acostumbre a utilizar también su dominación política para sus
intereses económicos privados. Evidentemente, no se trata de eso. No ha
existido jamás ningún grupo que, de una u otra forma, no lo haya hecho.
Nuestra afirmación significa simplemente que los políticos profesionales
de esta clase no están obligados a buscar una remuneración por sus
trabajos políticos, cosa que, en cambio, deben hacer quienes carecen de
medios. De otra parte, tampoco se quiere decir que los políticos
carentes de fortuna se propongan solamente, y ni siquiera
principalmente, atender a sus propias necesidades por medio de la
política y no piensen principalmente "en la causa". Nada sería más
injusto. La experiencia enseña que para el hombre adinerado la
preocupación por la seguridad de su existencia es, consciente o
inconscientemente, un punto cardinal de toda su orientación vital. Como
puede verse sobre todo en épocas extraordinarias, es decir,
revolucionarias, el idealismo político totalmente desinteresado y exento
de miras materiales es propio principalmente, si no exclusivamente, de
aquellos sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no tienen
interés alguno en el mantenimiento del orden económico de una
determinada sociedad. Queremos decir únicamente que el reclutamiento no
plutocrático del personal político, tanto de los jefes como de los
seguidores, se apoya sobre el supuesto evidente de que la empresa
política proporcionará a este personal ingresos regulares y seguros. La
política puede ser "honoraria", y entonces estará regida por personas
que llamaríamos "independientes", es decir, ricas, y sobre todo por
rentistas; pero si la dirección política es accesible a personas
carentes de patrimonio, éstas han de ser remuneradas. El político
profesional que vive de la política puede ser un puro "prebendado" o un
"funcionario" a sueldo. O recibe ingresos provenientes de tasas y
derechos por servicios determinados (las propinas y cohechos no son más
que una variante irregular y formalmente ilegal de este tipo de
ingresos), o percibe un emolumento fijo en especie o en dinero, o en
ambas cosas a la vez. Puede asumir el carácter de un "empresario", como
sucedía con el condottiero o el arrendatario o comprador de un cargo en
el pasado y sucede hoy con el boss americano, que considera sus gastos
como una inversión de capital a la que hará producir beneficios
utilizando sus influencias. O recibe un sueldo fijo, como es el caso del
redactor de un periódico político, o de un secretario de partido o de
un ministro o funcionario político moderno. En el pasado, las
remuneraciones típicas con que los príncipes, conquistadores o jefes de
partidos triunfantes premiaron a sus seguidores fueron los feudos, las
donaciones de tierras, las prebendas de todo género y, más tarde, con el
desarrollo de la economía monetaria, las gratificaciones especiales. Lo
que los jefes de partido dan hoy como pago de servicios leales son
cargos de todo género en partidos, periódicos, hermandades, cajas del
Seguro Social y organismos municipales o estatales. Toda lucha entre
partidos persigue no sólo un fin objetivo sino también, y ante todo, el
control en la distribución de los cargos. Todos los choques entre
tendencias centralistas y particularistas en Alemania giran en torno al
problema de quién ha de tener en sus manos la distribución de los
cargos, los poderes de Berlín o los de Munich, Karlsruhe o Dresde. Los
partidos políticos sienten más una reducción de su participación en los
cargos que una acción dirigida contra sus propios fines objetivos. En
Francia, un cambio político de prefectos es considerado siempre como una
revolución mayor y arma mucho más ruido que una modificación del
programa gubernamental, que tiene un significado casi exclusivamente
fraseológico. Ciertos partido, como, por ejemplo, los americanos, se han
convertido, desde que desaparecieron las viejas controversias sobre la
interpretación de la Constitución, en partidos cazadores de cargos, que
cambian su programa objetivo de acuerdo con las posibilidades de captar
votos. Hasta hace pocos años, en España se alternaban los dos grandes
partidos, mediante "elecciones" fabricadas por el poder y siguiendo un
turno fijo convencionalmente establecido para proveer con cargos a sus
respectivos seguidores. En las antiguas colonias españolas, tanto con
las "elecciones" como con las llamadas "revoluciones", de lo que se
trata siempre es de los pesebres estatales, en los que los vencedores
desean saciarse. En Suiza los partidos se reparten pacíficamente los
cargos en proporción a sus respectivos votos, y algunos de nuestros
proyectos constitucionales "revolucionarios", por ejemplo, el primero
que se confeccionó para Baden, quisieron extender este sistema a los
cargos ministeriales, tratando al Estado y los cargos estatales como si
fueran simplemente instituciones para la distribución de prebendas.
Sobre todo el Partido del Centro se entusiasmó tanto con el sistema que,
en Baden, convirtió en principio programático la distribución
proporcional de los cargos entre las distintas confesiones, es decir,
sin tomar en consideración ni siquiera el éxito de cada partido. Con el
incremento en el número de cargos a consecuencia de la burocratización
general y la creciente apetencia de ellos como un modo específico de
asegurarse el porvenir, esta tendencia aumenta en todos los partidos,
que, cada vez más, son vistos por sus seguidores como un medio para
lograr el fin de procurarse un cargo.
A esta tendencia se opone, sin embargo, la evolución del
funcionariado moderno, que se va convirtiendo en un conjunto de
trabajadores intelectuales altamente especializados mediante una larga
preparación y con un honor estamental muy desarrollado, cuyo valor
supremo es la integridad. Sin este funcionariado se cernería sobre
nosotros el riesgo de una terrible corrupción y una incompetencia
generalizada, e incluso se verían amenazadas las realizaciones técnicas
del aparato estatal, cuya importancia para la economía aumenta
continuamente y aumentará aún más gracias a la creciente socialización.
La administración de aficionados basada en el spoils system que, en los
Estados Unidos, permitía cambiar cientos de miles de funcionarios,
incluidos los repartidores de Correos, según el resultado de la elección
presidencial, y no conocía el funcionario profesional vitalicio, está
ya, desde hace mucho tiempo, muy disminuida por la Civil Service Reform.
Necesidades puramente técnicas e ineludibles de la administración
impulsan esta evolución. A lo largo de un desarrollo que dura ya
quinientos años, el funcionariado especializado según la división del
trabajo ha ido creciendo paulatinamente en Europa. La evolución se
inicia en las ciudades y señorías italianas y, entre las monarquías, en
los Estados creados por los conquistadores normandos. El paso decisivo
se dio en la administración financiera de los príncipes. En las reformas
administrativas del emperador Max podemos ver cuán difícil les
resultaba a los funcionarios, incluso en momentos de apuro exterior y
dominación turca, desposeer al príncipe de sus poderes en este terreno
de las finanzas, que es el que peor soporta el diletantismo de un
gobernante que, además, en esa época era sobre todo un caballero. El
desarrollo de la técnica bélica hizo necesario el oficial profesional, y
el refinamiento del procedimiento jurídico hizo necesario el jurista
competente. En estos tres campos el funcionamiento profesional ganó ya
la batalla dentro de los Estados más desarrollados, en el siglo XVI. De
este modo se inician simultáneamente el predominio del absolutismo del
príncipe sobre los estamentos y la paulatina abdicación que aquél hace
de su autocracia a favor de los funcionarios profesionales, cuyo auxilio
le era indispensable para vencer al poder estamental.
Simultáneamente con el ascenso del funcionariado profesional se
opera también, aunque de modo mucho más difícilmente perceptible, la
evolución de los "políticos dirigentes". Claro está que desde siempre y
en todo el mundo habían existido esos consejeros objetivamente
cualificados de los príncipes. La necesidad de descargar en lo posible
al sultán de la responsabilidad personal por el éxito de la gestión
gubernamental había originado en el Oriente la típica figura del "gran
visir". En Occidente, en la época de Carlos V, que es también la época
de Maquiavelo, y por influjo sobre todo de los informes de los
embajadores venecianos, apasionadamente leídos en los círculos
diplomáticos, la diplomacia fue la primera en un arte conscientemente
cultivado. Sus adeptos, en su mayoría humanistas, se trataban entre sí
como profesionales iniciados, del mismo modo que sucedía entre los
estadistas humanistas chinos en el último periodo de la división del
Imperio en Estados. La necesidad de confiar la dirección formalmente
unificada de toda la política, incluida la interna, a un solo estadista
dirigente sólo apareció, sin embargo, de manera definitiva e imperiosa,
con la evolución constitucional. Hasta entonces habían existido siempre,
naturalmente, personalidades aisladas que actuaban como consejeros o,
más exactamente, que actuaban de hecho como guías de los príncipes.
Pero, incluso en los Estados más adelantados, la organización de los
poderes inicialmente otros caminos. Habían aparecido autoridades
administrativas supremas de tipo colegiado. En teoría y, de modo
paulatinamente decreciente, también en la práctica, estas magistraturas
colegiadas sesionaban bajo la presencia personal del príncipe, que era
quien tomaba la decisión. Con este sistema colegiado, que conducía
necesariamente a dictámenes, contradictámenes y votos motivados de la
mayoría y la minoría, y, más tarde, con la creación de un consejo
integrado por hombres de su confianza (el "gabinete"), que actuaban
paralelamente a las autoridades oficiales y canalizaba sus decisiones
sobre las propuestas del Consejo de Estado (o como en cada caso se
llamase la suprema magistratura del Estado), trató de escapar el
príncipe, cada vez más en situación de diletante, a la creciente e
inevitable presión de los funcionarios profesionales, manteniendo en sus
propias manos la dirección suprema. En todas partes se produjo esta
lucha latente entre la autocracia y el funcionariado profesional. Sólo
al enfrentarse con el Parlamento y las aspiraciones de los jefes de
partido al poder se modificó la situación. Condiciones muy distintas
condujeron, sin embargo, a un resultado exteriormente idéntico, aunque,
por supuesto, con ciertas diferencias. Allí en donde, como sucedió en
Alemania, la dinastía conservó en sus manos un poder real, los intereses
del príncipe quedaron solidariamente vinculados con los del
funcionariado frente al Parlamento y sus deseos de poder. Los
funcionarios estaban interesados en que incluso los puestos directivos,
es decir, los ministerios, se cubrieran con hombres procedentes de sus
filas, fueran cargos a cubrir por el ascenso de los funcionarios. El
monarca, por su parte, estaba también interesado en poder nombrar los
ministros a su gusto y de entre los funcionarios que le tenían devoción.
Al mismo tiempo, ambas partes tenían interés en que, frente al
Parlamento, la dirección política apareciese unificada y cerrada; o lo
que es lo mismo, tenían interés en sustituir el sistema colegiado por un
único jefe de gabinete. Para mantener formalmente a salvo de luchas
entre los partidos y de los ataques partidistas, el monarca necesitaba
además de una persona que asumiera la responsabilidad, cubriéndole a él,
es decir, una persona que tomase la palabra en el Parlamento, se le
enfrentara y tratara con los partidos. Todos estos intereses se
conjugaron aquí para actuar en la misma dirección y producir un ministro
-funcionario individualizado y con funciones de dirigente supremo-. Con
mayor fuerza aún llevó hacia la unificación del desarrollo del poder
parlamentario allí en donde, como ocurrió en Inglaterra, logró el
Parlamento imponerse al monarca. Aquí el gabinete, teniendo a su frente
al dirigente parlamentario, al leader, se desarrolló como una comisión
del partido mayoritario, poder ignorado por las leyes oficiales pero que
era el único poder políticamente decisivo. Los cuerpos colegiados
oficiales no eran, en cuanto tales, órganos de poder realmente dominante
de los partidos, y no podían ser, por tanto, titulares del verdadero
gobierno. Para afirmar su poder en lo interno y poder llevar a cabo una
política de altos vuelos en lo externo, un partido dominante necesitaba,
por el contrario, un órgano enérgico, digno de su confianza e integrado
solamente por sus verdaderos dirigentes; este órgano era precisamente
el gabinete. Al mismo tiempo, frente al público, y sobre todo frente al
público parlamentario, necesitaba un jefe responsable de todas las
decisiones: el jefe de gabinete. Este sistema inglés de los ministerios
parlamentarios fue así trasladado al continente. Sólo en América y en
las democracias que recibieron su influencia se constituyó, frente a
este sistema, otro distinto en el cual el jefe del partido victorioso es
situado, mediante elección popular directa, a la cabeza de un equipo de
funcionarios nombrados por él mismo y queda desligado de la aprobación
parlamentaria salvo por lo que toca al presupuesto y a la legislación.
La transformación de la política en una "empresa", que hizo
necesaria una preparación metódica de los individuos para la lucha por
el poder y sus métodos como la que llevaron a cabo los partidos
modernos, determinó la división de los funcionarios públicos en dos
categorías bien distintas aunque no tajantes: funcionarios
profesionales, de una parte, y "funcionarios políticos" de la otra. A
los funcionarios "políticos" en el verdadero sentido de la palabra cabe
identificarlos exteriormente por el hecho de que pueden ser trasladados o
destituidos a placer, o "colocados en situación de disponibilidad",
como sucede con los prefectos franceses y los funcionarios semejantes de
otros países, en diametral oposición con la "independencia" de los
funcionarios judiciales. En Inglaterra son funcionarios políticos todos
aquellos que, según una convención firmemente establecida, cesan en sus
cargos cuando cambia la mayoría parlamentaria y, por tanto, el gabinete.
Entre los funcionarios políticos suelen contarse especialmente aquellos
a quienes está atribuido el cuidado de la "administración interna" en
general; parte integrante principal de esta competencia es la tarea
"política" de mantener el "orden", es decir, las relaciones de
dominación existentes. Tras el decreto de Puttkamer, estos funcionarios
tenían en Prusia la obligación disciplinaria de "representar la política
del Gobierno", y eran utilizados como aparato oficial para influir en
las elecciones, lo mismo que sucedía con los prefectos franceses. En el
sistema alemán, a diferencia de lo que ocurre en los demás países, la
mayoría de los funcionarios "políticos" estaban sujetos a las mismas
normas que los demás funcionarios en lo que respecta a la adquisición de
sus cargos, para la cual se requería, como norma general, un título
académico, pruebas de capacitación y un determinado tiempo de servicio
previo. Los únicos que, entre nosotros, carecen de esta característica
distintiva del moderno funcionariado profesional son los jefes del
aparato político, los ministros. Bajo el antiguo régimen se podía ser
ministro de Educación de Prusia sin haber pisado jamás un centro de
enseñanza superior, mientras que, en principio, para ser consejero era
requisito ineludible el haber aprobado las pruebas prescritas. Es
evidente que, por ejemplo, cuando Althoff era ministro de Instrucción de
Prusia, los funcionarios profesionales, como el consejero o el jefe de
sección, estaban infinitamente mejor informados que su jefe sobre los
verdaderos problemas técnicos del ramo. Lo mismo sucedía en Inglaterra.
En consecuencia eran estos funcionarios también los que tenían un poder
real frente a las necesidades cotidianas, cosa que no es en sí misma
ninguna insensatez. El ministro era simplemente el representante de la
constelación de poderes políticos existentes, y su función era la de
defender las medidas políticas que estos poderes determinasen, resolver
conforme a estas las propuestas de los especialistas que le estaban
subordinados e impartir a éstos las correspondientes directrices de
orden político.
Exactamente lo mismo ocurre en una empresa económica privada. El
verdadero "soberano", la asamblea de accionistas, está privada de
influencia sobre la dirección de la empresa como un "pueblo" regido por
funcionarios profesionales. A su vez, las personas que determinan la
política de la empresa, los integrantes del "Consejo de Administración",
dominado por los bancos, se limitan a dar las directrices económicas y a
designar a las personas que han de administrarlas, sin ser capaces, sin
embargo, de dirigirla técnicamente por sí mismos. Hasta ahora tampoco
ha innovado nada fundamental a este respecto la estructura actual del
Estado revolucionario, que ha entregado el poder sobre la administración
a unos diletantes puros que disponían de las ametralladoras y querrían
utilizar a los funcionarios profesionales sólo como mente y brazo
ejecutor. La dificultades de este nuevo tipo de Estado son otras, y no
hemos de ocuparnos aquí de ellas.
La cuestión que ahora nos interesa es la de cuál sea la figura
típica del político profesional, tanto la del "caudillo" como la de sus
seguidores. Esta figura ha cambiado con el tiempo y se nos presenta hoy
además bajo muy distintos aspectos.
En el pasado, como antes veíamos, han surgido "políticos
profesionales" al servicio del príncipe en su lucha frente a los
estamentos. Veamos brevemente cuáles fueron los tipos principales de
esta especie.
Frente a los estamentos, el príncipe se apoyó sobre capas sociales
disponibles de carácter no estamental. A estas capas pertenecían en
primer lugar los clérigos, y eso tanto en las Indias Occidentales y
Orientales como en la Mongolia de los lamas, las tierras budistas de
China y el Japón y los reinos cristianos de la Edad Media. La razón de
la importancia que como consejeros del príncipe alcanzaron los
brahmanes, los sacerdotes budista, los lamas y los obispos y sacerdotes
cristianos radica en el hecho de que podía estructurarse con ellos un
cuadro administrativo capaz de leer y escribir, susceptible de ser
empleado en la lucha del emperador, o del príncipe o del khan, contra la
aristocracia. A diferencia de lo que sucedía con el feudatario, el
clérigo, y sobre todo el clérigo célibe, está apartado del juego de los
interese políticos y económicos normales y no siente la tentación de
crear para sus descendientes un poder político propio frente al señor.
Sus propias cualidades estamentales lo "separan" de los medios
materiales de la administración del príncipe.
Una segunda capa del mismo género era la de los literatos con
formación humanística. Hubo un tiempo en que se aprendía a componer
discursos latinos y versos griegos para llegar a ser consejero político
y, sobre todo, historiógrafo político de un príncipe. Éste fue el tiempo
en que florecieron las primeras escuelas de humanistas y los príncipes
fundaron las primeras cátedras de "poética". Entre nosotros esta época
pasó muy rápidamente, y aunque modeló de forma duradera nuestro sistema
de enseñanza, no ha tenido consecuencias políticas profundas. Muy
distinto fue lo que sucedió en el Extremo Oriente. El mandarín chino es
(o mejor, fue originariamente) lo que fue el humanista de nuestro
Renacimiento: un literato humanísticamente formado como conocedor de los
monumentos literarios del pasado remoto. Leyendo el diario de Li Hung
Tchang nos encontramos con que lo que más le enorgullecía era el
escribir poemas y ser buen calígrafo. Este grupo social, con sus
convencionalismos construidos sobre el modelo de la China antigua, ha
determinado todo el destino de ese país, y tal hubiera sido también
quizás nuestro destino si los humanistas hubieran tenido en su época la
más mínima de lograr el mismo éxito que aquéllos alcanzaron.
La tercera capa fue la nobleza cortesana. Una vez que consiguieron
desposeer a la nobleza de su poder político estamental, los príncipes la
atrajeron a la corte y la emplearon en el servicio político y
diplomático. El cambio de orientación de nuestro sistema de enseñanza en
el siglo XVII estuvo determinado por el hecho de que, en lugar de los
literatos humanistas, entraron al servicio del príncipe políticos
profesionales procedentes de la nobleza cortesana.
La cuarta categoría está constituida por una figura específicamente
inglesa: un patriciado que agrupa tanto a la pequeña nobleza como a los
rentistas de las ciudades y que es conocida técnicamente por el nombre
de gentry. Originariamente el príncipe se atrajo a este grupo social
para oponerlo a los barones, y entregó a sus miembros los cargos del
selfgovernment para irse haciendo cada vez más dependiente de ellos con
posterioridad. La gentry retuvo todos los cargos de la administración
local, desempeñándolos gratuitamente en interés de su propio poder
social. Así ha preservado a Inglaterra de la burocratización que ha sido
el destino de todos los Estados continentales.
Una quinta capa, propia sobre todo del continente europeo y de
decisiva importancia para su estructura política, fue la de los jurista
universitarios. En nada se manifiesta con mayor claridad la poderosa
influencia del Derecho romano, tal como lo configuró el burocratizado
Imperio tardío, que el hecho de que sean los juristas universitarios los
que lleven a cabo la transformación de la empresa política para
convertirla en Estado racionalizado. También en Inglaterra ocurrió así,
aunque allí las grandes corporaciones nacionales de juristas estorbaron
la recepción del Derecho romano. En ningún otro lugar del planeta se
encuentra un fenómeno análogo. Ni los elementos de un pensamiento
jurídico racional en la escuela Mimamsa de la India ni el culto al
pensamiento jurídico antiguo en el Islam pudieron impedir la sofocación
del pensamiento jurídico racional por el pensamiento teológico. Sobre
todo no lograron racionalizar por entero el procedimiento. Esto sólo se
ha conseguido merced a la recepción por los juristas italianos de la
antigua jurisprudencia romana, producto de una forma política totalmente
única que nace como ciudad-Estado para convertirse en Imperio mundial.
Junto con esta recepción han coadyuvado también a ese fin, por supuesto,
el usus modernus de los canonistas y pandectistas de la Baja Edad Media
y la teorías jusnaturalistas, nacidas del pensamiento cristiano y
secularizadas después. Los grandes representantes de este racionalismo
jurídico han sido el podestà italiano, los juristas del rey, en Francia,
que crearon los medios formales de que el poder real se valió para
acabar con la dominación de los señores, los canonistas y teólogos
jusnaturalistas del conciliarismo, los juristas cortesanos y los
ilustrados jueces de los príncipes continentales, los monarcómacos y los
teóricos del Derecho natural en Holanda, los juristas de la Corona y
del Parlamento en Inglaterra, la noblesse de robe de los Parlamentos
franceses y, por último, los abogados de la época de la Revolución. Sin
este racionalismo no son imaginables ni el Estado absoluto ni la
Revolución. Tanto las representaciones de los Parlamentos franceses como
los Cahiers de los Estados Generales de Francia, desde el siglo XVI
hasta 1789, están repletos del espíritu de los juristas. Al examinar la
profesión de los miembros de la Convención francesa, elegidos todos
ellos de acuerdo a las mismas normas, nos encontramos con un solo
proletario, muy escasos empresarios burgueses y una gran masa de
juristas de todas clases, sin los cuales sería impensable el espíritu
específico que animó a estos intelectuales radicales y sus proyectos. A
partir de entonces la figura del abogado moderno va estrechamente unida
con la moderna democracia. Y de nuevo nos encontramos con que abogados
en este sentido, como estamento independiente, existe sólo en Occidente y
sólo desde la Edad Media, cuando, bajo la influencia de la
racionalización del procedimiento, empezaron a convertirse en tales los
"interceptores" del formalista procedimiento germánico.
La importancia de los abogados en la política occidental desde que
se constituyeron los partidos no es, en modo alguno, casual. Una empresa
política llevada a cabo a través de los partidos quiere decir,
justamente, empresa de interesados, y pronto veremos lo que esto
significa. La función del abogado es la de dirigir con eficacia un
asunto que los interesados le confían, y en esto, como la superioridad
de la propaganda enemiga nos ha enseñado, el abogado es superior a
cualquier "funcionario". Puede hacer triunfar un asunto apoyado en
argumentos lógicos débiles y en este sentido "malo", convirtiéndolo así
en asunto técnicamente "bueno". Más de una vez, en cambio, hemos tenido
que presenciar cómo el funcionario metido a político convierte en "malo"
con su gestión técnicamente "mala" un asunto que en ese sentido era
"bueno". La política actual se hace, cada vez más, de cara al público y,
en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita. Pesar
las palabras es tarea central y peculiarísima del abogado, pero no del
funcionario que ni es un demagogo ni, de acuerdo con su naturaleza, debe
serlo y que, además, suele ser un pésimo demagogo cuando, pese a todo,
intenta serlo.
Si ha de ser fiel a su verdadera vocación (y esto es decisivo para
juzgar a nuestro anterior régimen), el auténtico funcionario no debe
hacer política, sino limitarse a "administrar", sobre todo
imparcialmente. Esta afirmación es también válida, oficialmente al
menos, para el funcionario político mientras no esté en juego la "razón
de Estado", es decir, los intereses vitales del orden predominante. El
funcionariado ha de desempeñar su cargo sine ira et studio, sin ira y
sin prevención. Lo que le está vedado es, pues, precisamente aquello que
siempre y necesariamente tienen que hacer los políticos, tanto los
jefes como sus seguidores. Parcialidad, lucha y pasión (ira et studio)
constituyen el elemento político y sobre todo del caudillo político.
Toda la actividad de éste está colocada bajo un principio de
responsabilidad distinto y aun opuesto al que orienta la actividad delk
funcionario. El funcionario se honra con su capacidad de ejecutar
precisa y concienzudamente, como si respondiera a sus propias
convicciones, una orden de la autoridad superior que a él le parece
falsa, pero en la cual, pese a sus observaciones, insiste la autoridad,
sobre la que el funcionario descarga, naturalemente, toda la
responsabilidad. Sin esta negación de sí mismo y esta disciplina ética,
en el más alto sentido de la palabra, se hundiría toda la maquinaria de
la Administración. El honor del caudillo político, es decir, del
estadista dirigente, está, por el contrario, en asumir personalmente la
responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no puede
rechazar o arrojar a otro. Los funcionarios con un alto sentido ético,
tales como los que desgraciadamente han ocupado entre nosotros una y
otra vez cargos directivos, son precisamente malos políticos,
irresponsables en sentido político y por tanto, desde este punto de
vista, éticamente detestables. Es esto lo que llamamos "gobierno de
funcionarios", y no es arrojar ninguna mancha sobre el honor de nuestro
funcionariado el decir que, considerado desde el punto de vista del
éxito conseguido, este sistema es políticamente falso. Pero volvamos de
nuevo a los diferentes tipos de políticos.
Desde la aparición del Estado constitucional y más completamente
desde la instauración de la democracia, el "demagogo" es la figura
típica del jefe político en Occidente. Las resonancias desagradables de
esta palabra no deben hacer olvidar que no fue Cleón, sino Pericles, el
primero en llevar este nombre. Sin cargo alguno u ocupando el único
cargo electivo existente (en las democracias antiguas todos los demás
cargos se cubrían por sorteo), el de estratega supremo. Pericles dirigió
la soberana ecclesia del demos ateniense. La demagogia moderna se sirve
también del discurso, pero aunque utiliza el discurso en cantidades
aterradoras (basta pensar en la cantidad de discursos electorales que ha
de pronunciar cualquier candidato moderno), su instrumento permanente
es la palabra impresa. El publicista político, y sobre todo el
periodista, son los representantes más notables de la figura del
demagogo en la actualidad.
Sería imposible intentar en esta conferencia ni siquiera un esbozo
de la sociología del periodismo moderno, tema que constituye, desde
cualquier punto de vista que consideremos, un capítulo aparte. Sí nos
son necesarias, sin embargo, unas pocas observaciones al asunto. El
periodista comparte con todos los demás demagogos, así como también (al
menos en el continente, a diferencia de lo que ocurre en Inglaterra y
ocurría antes en Prusia) con el abogado y el artista, el destino de
escapar a toda clasificación precisa. Pertenece a una especie de casta
paria que la "sociedad" juzga siempre de acuerdo con el comportamiento
de sus miembros moralmente peores. Así logran curso las más extrañas
ideas acerca de los periodistas y de su trabajo. No todo el mundo se da
cuenta de que, aunque producida en circunstancias muy distintas, una
obra periodística realmente "buena" exige al menos tanto espíritu como
cualquier otra obra intelectual, sobre todo si se piensa que hay que
realizarla aprisa, por encargo y para que surta efectos inmediatos..
Como lo que se recuerda es, naturalmente, la obra periodística
irresponsable, a causa de sus funestas consecuencias, pocas gentes saben
apreciar que la responsabilidad del periodista es mucho mayor que la
del sabio y que, por término medio, el sentido de la responsabilidad del
periodista honrado en nada le cede al de cualquier otro intelectual.
Nadie quiere creer que, por lo general, la discreción del buen
periodista es mucho mayor que la de las demás personas, y sin embargo
así es. Las tentaciones incomparablemente más fuertes que rodean esta
profesión, junto con todas las demás condiciones en que desarrolla la
actividad del periodismo moderno, originaron consecuencias que han
acostumbrado al público a considerar la prensa con una mezcla de
desprecio y de lamentable cobardía. No podemos ocuparnos hoy de lo que
habría que hacer al respecto. Lo que aquí nos interesa es la cuestión
del destino político de los periodistas, de sus posibilidades de llegar a
puestos directivos. Hasta ahora esto sólo ha sido posible dentro del
partido socialdemócrata, y aun dentro de él los puestos de redactores
eran más bien puestos de funcionarios y no escalones para conquistar una
jefatura.
En los partidos burgueses, las posibilidades de llegar hasta el
poder por este camino son ahora menores, en general, de lo que eran en
la pasada generación. Naturalmente, todo político de importancia tenía
necesidad de influencia sobre la prensa y de conexiones con ella, pero
no cabía esperar que, salvo excepciones, salieran de entre sus filas los
jefes de partido. La razón de esto hay que buscarla en la creciente
falta de libertad del periodista, especialmente del periodista falto de
recursos y en consecuencia ligado a su profesión, determinada por el
inaudito incremento en actualidad e intensidad de la empresa
periodística. La necesidad de ganarse el pan con artículos diarios o
semanales es para el político un grillo que estorba el movimiento, y
conozco ejemplos de hombres nacidos para mandar a quienes esa necesidad
ha frenado en el camino hacia el poder, creándoles inconvenientes
externos y, sobre todo, obstáculos de orden interno. Cierto es que, bajo
el antiguo régimen, las relaciones de la prensa con los poderes del
Estado y los partidos eran sumamente nocivas para el periodismo, y este
tema requería un capítulo aparte. Cierto también que en los países
enemigos estas relaciones eran muy otras. Pero también para ellos, como
para todos los Estados modernos, parece válida la afirmación de que el
trabajador del periodismo tiene cada vez menos influencia política, en
tanto que el magnate capitalista de la prensa (del tipo, por ejemplo, de
un lord Northcliffe) tiene cada vez más.
Entre nosotros, los grandes consorcios capitalistas de la prensa,
que se habían apoderado sobre todo de los periódicos con "anuncios por
palabras", cultivaban con sumo cuidado la indiferencia política. Con una
política independiente no tenían nada que ganar y corrían, en cambio,
el riesgo de perder la benevolencia económicamente rentable de los
poderes políticos establecidos. El negocio de los anuncios pagados ha
sido así el camino por el que, durante la guerra, se intentó, y
aparentemente continúa intentándose hoy aún, ejercer sobre la prensa una
influencia política de gran estilo. Aunque hay que esperar que la gran
prensa logrará sustraerse a esa influencia, la situación es mucho más
difícil para los pequeños periódicos. En todo caso, y sea cual fuere su
atractivo y capacidad para dar a quien la sigue influencia,
posibilidades de acción y, sobre todo, responsabilidad política, la
carrera periodística no es actualmente (quizás debiera decirse que no es
ya, o que no es todavía) en nuestro país una vía normal para ascender a
la jefatura política. Resulta difícil decir si esta situación cambiaría
o no con el abandono del principio del anonimato, que muchos
periodistas, aunque no todos ellos, consideran necesario. La experiencia
que la prensa alemana nos ha ofrecido durante la guerra, confiando la
"dirección" de ciertos periódicos a escritores cualificados que firmaban
siempre con su propio nombre, ha evidenciado con algunos casos bien
conocidos que desgraciadamente no es tan seguro como podría pensarse que
por este camino se consiga un más elevado sentido de la
responsabilidad. Sin que quepa hacer diferencia entre los partidos,
fueron en gran parte los periódicos de peor fama los que intentaron y
consiguieron una mayor tirada siguiendo este camino. Las personas que
así actuaron, editores y reporteros sensacionalistas, tal vez hayan
conseguido de este modo dinero, pero seguramente no han conseguido
honra. No cabe, sin embargo, apoyarse en esta experiencia para oponerse
al principio; la cuestión es muy complicada y ese fenómeno no tiene
validez general. Hasta ahora, no obstante, no ha sido éste el camino
hacia la autentica jefatura o la empresa política responsable, y no
puede predecirse cómo se configurarán las cosas en el futuro. Lo cierto
es que la carrera periodística continúa siendo una de las más
importantes vías para la profesionalidad política. Vía que no para todo
el mundo es factible y menos que para nadie para los caracteres débiles,
especialmente para aquellos que sólo logran su equilibrio interno
cuando ocupan una situación estamental bien asegurada. Aunque también la
vida del hombre de ciencia es en sus comienzos azarosa, éste encuentra
en su torno al menos una serie de convencionalismos estamentales
definidos que le ayudan a no descarriarse. La vida del periodista, por
el contrario, es azarosa desde todos los puntos de vista y está rodeada
de una condiciones que ponen a prueba la seguridad interna como quizás
no lo hace ninguna otra situación. Y tal vez no sean lo peor de ella las
experiencias frecuentemente amargas de la vida profesional. Son
precisamente los periodistas triunfantes los que se ven situados ante
retos especialmente difíciles. No es ninguna bagatela eso de moverse en
los salones de los grandes de este mundo, en pie de igualdad con ellos
y, frecuentemente incluso, rodeado de halagos, originados en el temor,
sabiendo al mismo tiempo que apenas haya uno salido, tal vez el
anfitrión tenga que excusarse ante sus demás invitados por tratar a los
"pillos de la prensa". Como tampoco es ciertamente ninguna bagatela la
obligación de tenerse que pronunciar rápida y convincentemente sobre
todos y cada uno de los asuntos que el "mercado" reclama, sobre todos
los problemas imaginables, eludiendo caer no sólo en la superficialidad
absoluta, sino también en la indignidad del exhibicionismo con todas sus
amargas consecuencias. Lo asombroso no es que haya muchos periodistas
humanamente descarriados o despreciables, sino que, pese a todo, se
encuentre entre ellos un número mucho mayor de lo que la gente cree de
hombres valiosos y realmente auténticos.
Mientras que el periodista como tipo de político profesional tiene
ya un pasado apreciable, la figura del funcionario de partido se ha
desarrollado solamente en los últimos decenios y, en parte, sólo en los
últimos años. Tenemos que dirigir ahora nuestra atención a los partidos y
a su organización para comprender esta figura en su evolución
histórica.
En todas las asociaciones políticas medianamente extensas, es decir,
con territorio y tareas superiores a los de los pequeños cantones
rurales, en las que se celebren elecciones periódicas para designar a
los titulares del poder, la empresa política es necesariamente una
empresa de interesados. Queremos decir con esto que los primariamente
interesados en la vida política, en el poder político, reclutan
libremente a grupos de seguidores, se presentan ellos mismos o presentan
a sus protegidos como candidatos a las elecciones, reúnen los medios
económicos necesarios y tratan de ganarse los votos. No es imaginable
que en las grandes asociaciones puedan realizarse elecciones
prescindiendo de esta empresas, en general adecuadas a su fin.
Prácticamente esto significa la división de los ciudadanos con derecho a
voto en elementos políticamente activos y políticamente pasivos, pero
como esa diferenciación arranca de la voluntad de cada cual es imposible
eliminarla por medios tales como los del voto obligatorio o la
representación "corporativa", o cualquier otro que explícita o
implícitamente se proponga ir contra esta realidad, es decir, contra la
dominación de los políticos profesionales. Jefatura y militancia como
elementos activos para el reclutamiento libre de nuevos miembros y, a
través de éstos, del electorado pasivo, a fin de conseguir la elección
del jefe, son elementos vitales necesarios de todo partido. Éstos
difieren, sin embargo, unos de otros en cuanto a estructura. Así, por
ejemplo, los "partidos" de las ciudades medievales, como los güelfos y
gibelinos, eran séquitos puramente personales. Al estudiar cada Statuto
della parte Guelfa, la confiscación de los bienes de los nobili
(originariamente se consideraban nobili todas aquellas familias que
vivían al modo caballeresco y podían, por tanto, recibir un feudo), que
estaban también excluidos de los cargos y del derecho a voto, los
comités interlocales del partido, sus rígidas organizaciones militares y
los premios para los denunciantes, se siente uno tentado de pensar en
el bolchevismo con sus soviets, sus organizaciones cuidadosamente
seleccionadas de milicia y (sobre todo en Rusia) de espionaje, sus
confiscaciones, el desarme y la privación de derechos políticos a los
"burgueses", es decir, a los empresarios, comerciantes, rentistas,
clérigos, miembros de la dinastía depuesta y agentes de policía. Más
impresionante resulta aun la analogía si se tiene en cuenta que, de una
parte, la organización militar de aquel partido güelfo era una pura
milicia de caballeros en la que sólo entraban quienes lo eran y que casi
todos los cargos dirigentes fueron ocupados por nobles y que, de la
otra, los soviets han mantenido al empresario bien retribuido, el
salario a destajo, el trabajo en cadena y la disciplina militar y
laboral o, más exactamente, han introducido de nuevo todas estas
instituciones y se han puesto a buscar capital extranjero; que, en una
palabra, para mantener al funcionamiento del Estado y de la economía han
tenido que aceptar de nuevo todas aquellas instituciones que ellos
combatieron como burguesas e incluso han recurrido de nuevo a los
agentes de la antigua Okrana como instrumento principal de su poder.
Pero de lo que aquí tenemos que ocuparnos no es de estos aparatos de
fuerza, sino de los políticos profesionales que intentan conquistar el
poder a través del prosaico y "pacífico" reclutamiento del partido en el
mercado electoral.
También estos partidos, en el sentido que hoy damos a la palabra,
fueron originariamente (así, por ejemplo, en Inglaterra) simples
séquitos de la aristocracia. Cada vez que un par cambiaba de partido,
pasaba también al nuevo partido todos los que de él dependían. Hasta la
promulgación del Reformbill, las grandes familias de la nobleza,
incluida la familia real, tenían el patronato de un inmenso número de
distritos electorales. Próximos a estos partidos de la aristocracia
estaban los partidos de notables que en todas partes surgieron con la
toma del poder por la burguesía. Bajo la dirección espiritual de los
grupos intelectuales típicos del Occidente, los grupos sociales con
"educación y bienes" se dividieron en partidos, determinados en parte
por diferencias de clase, en parte por tradiciones de familia y en parte
por razones puramente ideológicas. Clérigos, maestros, profesores,
abogados, médicos, farmacéuticos, agricultores ricos, fabricantes y, en
Inglaterra, todo ese grupo social que se incluye entre los gentlemen
constituyeron en un primer momento asociaciones ocasionales o, en todo
caso, clubs políticos locales; en momentos de crisis se les sumó la
pequeña burguesía y, ocasionalmente, incluso el proletariado, cuando
contó con caudillos que, por regla general, no procedían de sus filas.
En este estadio de desarrollo todavía no existen en el país los partidos
como asociaciones permanentes con organización interlocal. La unión
entre los distintos grupos locales está asegurada solamente por los
parlamentarios, y los notables de cada localidad tienen una influencia
decisiva en la proclamación de candidatos. Los programas nacen, en
parte, de las declaraciones propagandísticas de los candidatos, y en
parte, de la adhesión a los congresos de notables y a las resoluciones
de los grupos parlamentarios. La dirección del club o donde, como en la
mayoría de los casos, éste no existe, la gestión no organizada de la
empresa política queda en manos de las pocas personas que, en tiempos
normales, se interesan permanentemente en ella, para las cuales se trata
de un trabajo ocasional que desempeñan como profesión secundaria o
simplemente a título honorífico. Sólo el periodista es político
profesional y sólo la empresa periodística es, en general, una empresa
política permanente. Junto a ella no existe más que la sesión
parlamentaria. Por supuesto, los parlamentarios y sus dirigentes sabían
bien a qué notable local habían de dirigirse cuando parece deseable una
determinada acción política. Sólo en las grandes ciudades existen, sin
embargo, círculos partidistas que reciben aportaciones moderadas de sus
miembros y celebran reuniones periódicas y asambleas públicas para
escuchar los informes de los diputados. La vida activa se reduce a la
época de las elecciones.
La fuerza que impulsa el establecimiento de vínculos más firmes
entre los distintos núcleos que configuran el partido es el interés de
los parlamentarios por hacer posibles compromisos electorales
interlocales y por disponer de la fuerza que suponen una agitación
unificada y un programa también unificado y conocido en amplios sectores
de todo el país. El partido continúa, sin embargo, teniendo el carácter
de simple asociación de notables, aun cuando exista ya una red de
círculos partidistas, incluso en las ciudades medianas, y un conjunto de
"hombres de confianza" que abarcan todo el país y con los cuales puede
mantener correspondencia permanente un miembro del Parlamento como
dirigente de la oficina central del partido. Fuera de esta oficina
central no existen aún funcionarios pagados. Los círculos locales están
dirigidos por personas "bien vistas" que ocupan este puesto a causa de
la estimación de que, por distintas razones, son objeto. Son éstos los
notables extraparlamentarios, que disponen de una influencia paralela a
la del grupo de notables políticos que ocupan un puesto como diputados
en el Parlamento. El alimento espiritual para la prensa y las asambleas
locales lo proporciona cada vez en mayor medida la correspondencia
editada por el partido. Las contribuciones regulares de los miembros se
hacen indispensables y con una parte de ellas se atiende a los gastos
del organismo central. En este estadio se encontraban no hace aún mucho
la mayor parte de los partidos alemanes. En Francia se estaba
parcialmente todavía en el primer estadio, el de una lábil vinculación
entre los parlamentarios, un pequeño número de notables locales a todo
lo ancho del país y programas elaborados por los candidatos o por sus
patronos en cada distrito y para cada elección, aunque existe también
una mayor o menor adhesión local a las resoluciones y programas de los
parlamentarios. Sólo en parte se ha quebrantado hoy este sistema. El
número de quienes hacían de la política su profesión principal era, así,
pequeño, y se limitaba en lo esencial a los diputados electos, los
escasos funcionarios de los organismos centrales, los periodistas y, en
Francia, además, aquellos "cazadores de cargos" que ocupaban un "puesto
político" o andaban buscándolo. Formalmente la política era
predominantemente una profesión secundaria. El número de diputados
"ministrables" estaba estrechamente limitado, así como también, dada la
naturaleza del sistema de notable, el de candidatos. No obstante, eran
muchos los interesados indirectamente en la política, sobre todo desde
el punto de vista material. Para todas las medidas que un miembro
adoptase y para la solución de todos los problemas personales se tomaba
en cuenta su eventual repercusión sobre las posibilidades electorales y,
de otra parte, para lograr cualquier deseo, se buscaba la mediación del
diputado del distrito, a quien el ministro, si era de su mayoría (y por
esto todo el mundo trataba de que lo fuese), estaba obligado a escuchar
de peor o mejor gana. Cada diputado tenía el patronazgo de los cargos
y, en general, de todos los asuntos dentro de su propio distrito y, a su
vez, se mantenía vinculado con los notables locales a fin de ser
reelegido.
Frente a esta idílica situación de la dominación de los notables y,
sobre todo, de los parlamentarios, se alzan hoy abruptamente las más
modernas formas de organización de los partidos. Son hijas de la
democracia, del derecho de las masas al sufragio, de la necesidad de
hacer propaganda y organizaciones de masas y de la evolución hacia una
dirección más unificada y una disciplina más rígida. La dominación de
los notables y el gobierno de los parlamentarios han concluido. La
empresa política queda en manos de "profesionales" a tiempo completo que
se mantienen fuera del Parlamento. En unos casos son "empresarios" (así
el boss americano y el election inglés); en otros, funcionarios con
suldo fijo. Formalmente se produce una acentuada democratización. Ya no
es la fracción parlamentaria la que elabora los programas adecuados, ni
son los notables locales quienes disponen la proclamación de candidatos.
Estas tareas quedan reservadas a las asambleas de miembros del partido,
que designan candidatos y delegan a quienes han de asistir a las
asambleas superiores, de las cuales, a ser posible, habrá varias hasta
llegar a la asamblea general del partido. Naturalmente, y de acuerdo con
su propia naturaleza, el poder está, sin embargo, en manos de quienes
realizan el trabajo continuo dentro de la empresa o de aquellos de
quienes ésta depende personal o pecuniariamente, como son por ejemplo,
los mecenas o los dirigentes de los poderosos clubs políticos del tipo
Tammany-Hall. Lo decisivo es que todo este aparato humano (la "máquina",
como expresivamente se dice en los países anglosajones) o más bien
aquellos que lo dirigen están en situación de neutralizar a los
parlamentarios y de imponerles en gran parte su propia voluntad. Este
hecho es de especial importancia para la selección de la dirección del
partido. Ahora se convierte en jefe a quien sigue la maquinaria del
partido, incluso pasando por encima del Parlamento. La creación de tales
maquinarias significa, dicho con otras palabras, la instauración de la
democracia plebiscitaria.
Es evidente que la militancia del partido, sobre todo los
funcionarios y empresarios del mismo, esperan el triunfo de su jefe una
retribución personal en cargos o en privilegios de otro género. Y lo
decisivo es que lo esperan de él y no de los parlamentarios o no sólo de
ellos. Lo que esperan es, sobre todo, que el efecto demagógico de la
personalidad del jefe gane votos y mandatos para el partido en la
contienda electoral, dándole así poder y aumentando, en consecuencia,
hasta el máximo las posibilidades de sus partidarios para conseguir la
ansiada retribución. También en lo ideal uno de los móviles más
poderosos de la acción reside en la satisfacción que el hombre
experimenta al trabajar, no para el programa abstracto de un partido
integrado por mediocridades, sino para la persona de un jefe al que él
se entrega confiadamente. Éste es el elementos "carismático" de todo
caudillaje.
Esta forma se ha impuesto en medida muy diversa en los distintos
partidos y países, y siempre en lucha constante con los notables y
parlamentarios que defienden su propia influencia. Primero se impuso en
los partidos burgueses de los Estados Unidos, más tarde en los partidos
socialdemócratas, sobre todo el alemán. La evolución que lleva hacia
ella experimenta continuamente retrocesos cada vez que no existe un
caudillo generalmente reconocido, e incluso cuando tal caudillo existe
hay que hacer concesiones a la vanidad y a los intereses de los notables
del partido. El riesgo principal, sin embargo, lo constituye la
posibilidad de que la maquinaria caiga bajo el dominio de los
funcionarios del partido en cuyas manos está el trabajo regular. En
opinión de algunos círculos socialdemócratas, su partido ha sido víctima
de esta "burocratización". Los "funcionarios", no obstante, se inclinan
con bastante facilidad ante una personalidad de jefe que actúe
demagógicamente, pues sus intereses, tanto materiales como espirituales,
están vinculados a la ansiada toma del poder por el partido, y, además,
el trabajar para un jefe es algo íntimamente satisfactorio en sí mismo.
Mucho más difícil es el ascenso de un jefe allí en donde, como sucede
en la mayoría de los partidos burgueses, existen además de los
funcionarios unos "notables" con influencia sobre el partido. Estos
notables, en efecto, "tienen puesta su vida" idealmente en los pequeños
puestos que, como miembros de la presidencia o de distintos comités,
ellos ocupan. Su actitud está determinada por el resentimiento contra el
demagogo como homo novus, la convicción en la superioridad de la
"experiencia" partidista (que objetivamente es considerablemente
importante en más de una ocasión) y la preocupación ideológica por el
quebrantamiento de las viejas tradiciones del partido. Todos los
elementos tradicionalistas del partido están a su favor. El elector
pequeñonurgués y, sobre todo, el elector rural van detrás del nombre de
los notables que les es conocido desde hace mucho tiempo y en el que
confían; desconfían, en cambio, frente al desconocido, aunque, por lo
demás, si éste alcanza el éxito se entregará a él inquebrantablemente
para el futuro. Veamos ahora algunos ejemplos importantes de la
contienda entre estas dos formas estructurales y del surgimiento de la
forma plebiscitaria, estudiada especialmente por Ostrogorski.
Comencemos por Inglaterra. Hasta 1868, la organización de los
partidos era allí una organización de notables casi pura. En el campo,
los tories se apoyaban en los párrocos anglicanos, en la mayor parte de
los maestros de escuela y, sobre todo, en los mayores terratenientes de
cada county, mientras que los whigs, por su parte, tenían el sostén de
personas tales como el predicador no conformista (en donde lo había), el
administrador de correos, el herrero, el sastre, el cordelero, es
decir, todos aquellos artesanos que ejercen una influencia política
porque hablan con mucha gente. En las ciudades la división entre los
partidos se hacía sobre la base de las distintas opiniones económicas y
religiosas o, simplemente, de acuerdo con la tradición familiar de cada
cual. En todo caso, los titulares de la empresa política eran siempre
notables. Por encima de todo esto se situaban el Parlamento, el gabinete
y los partidos con su respectivo leader, que era presidente del Consejo
de Ministros o de la oposición. Cada leader tenía junto a sí a un
político profesional que desempeñaba el papel más importante de la
organización del partido: el "fustigador" (whip). Era éste quien tenía
en sus manos el patronato de los cargos y a él era por lo tanto a quien
tenían que dirigirse los cazadores de cargos y quien se entendía sobre
estas cuestiones con los diputados de cada distrito. En estos últimos
comenzó lentamente a desarrollarse un nuevo tipo de político profesional
a medida que en ellos se iba recurriendo a agentes locales a los que,
en un primer momento, no se les pagaba y que asumieron una posición más o
menos parecida a la de nuestros "hombres de confianza". Junto a ellos
apareció, sin embargo, en los mismos distritos, una figura de empresario
capitalista, el election agent, cuya existencia se hacía inevitable una
vez promulgada la nueva legislación dirigida a asegurar la pureza de
las elecciones. Esta legislación intentaba, en efecto, controlar los
costos electorales y oponerse al poder del dinero, para lo cual obligaba
a los candidatos a confesar lo que les había costado la elección, pues
éstos para conseguir el triunfo estaban obligados no sólo a enroquecer a
fuerza de discursos, sino también a aflojar la bolsa más aun de lo que
antes sucedía entre nosotros. Con la nueva legislación, el election
agent se hacía pagar por el candidato una cantidad global, haciendo así
un buen negocio. En la distribución del poder entre leader y notables
del partido, tanto en el Parlamento como en el país, aquél había tenido
desde siempre en Inglaterra la mejor parte, como medio imprescindible
para permitirle hacer una política permanente y de gran estilo. Pese a
ello, sin embargo, la influencia de los parlamentarios y de los notables
continuaba siendo considerable.
Éste era el aspecto que ofrecía la vieja organización de los partidos,
en parte economía de notables y en parte ya también empresa con
empleados y empresarios. AS partir de 1868, sin embargo, se desarrolló,
primero para las elecciones locales de Birmingham y después para todo el
país, el llamado Caucus-System. Un sacerdote no conformista y, junto a
él, José Chamberlain, fueron los que diron vida a este sistema, que
nació con ocasión de la democratización del voto. Para ganarse a las
masas se hizo necesario crear un enorme aparato de asociaciones
aparentemente democráticas, establecer una asociación electoral en cada
barrio, mantener toda esta empresa en permanente movimiento y
burocratizarlo todo profundamente. Aparece así un número cada vez mayor
de empleados pagados por los comités electorales locales, en los que
pronto quedó encuadrado quizás un 10 por 100 del electorado y una serie
de intermediarios principales, elegidos, pero con derecho de cooptación,
que actúan formalmente como promotores de la política del partido. La
fuerza impulsora de toda esta evolución fueron los círculos locales,
interesados sobre todo en la política municipal (que es en todas partes
la fuente de las más enjundiosas posibilidades materiales), que eran
también quienes hacían la principal aportación financiera. Esta naciente
maquinaria, que no estaba dirigida ya desde el Parlamento, tuvo que
lllibrar pronto combate con quienes hasta entonces habían tenido en sus
manos el poder, especialmente con el whip. Apoyada en los interesados
locales, logró, sin embargo, triunfar hasta tal punto que el whip tuvo
que sometérsele y pactar con ella. El resultado fue una centralización
del poder en manos de unos pocos y finalmente de uno solo, situado en la
cúspide del partido. En el partido liberal, en efecto, el sistema se
establece en conexión con el ascenso de Gladstone al poder. Lo que con
tanta rapidez dio a esta maquinaria el triunfo sobre los notables fue la
fascinación de la "gran" demagogia gladstoniana, la ciega fe de las
masas en el contenido ético de su política y, sobre todo, en el carácter
ético de su personalidad. Aparece así en la política un elemento de
cesarismo plebiscitario, el dictador del campo de batalla electoral. Muy
pronto había de ponerse de manifiesto la nueva situación. En 1877,
cuando por primera vez se emplea en las elecciones nacionales, el caucus
consigue ya un triunfo resonante, cuyo resultado fue la caida de
Disraeli en el momento preciso de sus grandes éxitos. En 1886 la
maquinaria estaba ya hasta tal punto orientada carismáticamente hacia la
persona del jefe que cuando se planteó la cuestión del Home-rule, el
aparato entero, de arriba abajo, no se preguntó si compartía
objetivamente la opinión de Gladstone, sino que simplemente se dijo "le
seguiremos haga lo que haga" y cambió de actitud para obedecer sus
órdenes, dejando así en la estacada a Chamberlain, su propio creador.
Esta maquinaria requiere un considerable aparato de personal.
Actualmente pasa de 2.000 el número de personas que viven en Inglaterra
directamente de la política de los partidos. Numerosísimos son también
quienes colaboran como interesados o como cazadores de cargos en la
política, especialmente en la política municipal. Además de
posibilidades económicas, al político del caucus se le ofrecen también
posibilidades de satisfacer la vanidad. Llegar a ser "J.P." o incluso
"M.P." es aspirración natural de las máximas ambiciones (normales) y es
gracia que se concede a las personas que pueden exhibir una buena
educación, a los gentlemen. Como honor supremo resplandece la dignidad
de par, especialmente para los grandes mecenas, y no hay que olvidar que
las finanzas de los partidos dependen, quizás en un 50 por 100, de los
donativos anónimos.
¿Cuál ha sido el efecto de este sistema? El de que hoy en día, con
excepción de algún que otro miembro del gabinete (y algunos originales),
los miembros del Parlamento son, por lo general, unos borregos votantes
perfectamente disciplinados. En nuestro Reichstag los diputados
acostumbraban, al menos, a simular que estaban trabajando por el bien
del país cuando aprovechaban sus respectivos pupitres para despachar
durante la sesión su propia correspondencia privada. En Inglaterra no
son necesarios gestos de este tipo. Lo único que el miembro del
Parlamento tiene que hacer es votar y no traicionar al partido; tiene
que comparecer cuando el whip lo convoca para hacer lo que, según el
caso, han dispuesto el gabinete o el leader de la oposición. Cuando
existe un jefe fuerte, la maquinaria del caucus se mantiene en el país
poco menos que sin conciencia propia y entrega por completo a la
voluntad del jefe. Por encima del Parlamento está así el dictador
plebiscitario que, por medio de la maquinaria, arrastra a la masa tras
sí y para quien los parlamentarios no son otra cosa que simples
prebendados políticos que forman su séquito.
¿Cómo se produce la selección del caudillo? Y en primer lugar ¿qué
facultades son las que cuentan? Aparte las cualidades de la voluntad,
decisivas para todo en este mundo, lo que aquí cuenta es, sobre todo, el
poder del discurso demagógico. Su estilo ha cambiado mucho desde los
tiempos de Cobden, en que se dirigía a la inteligencia, pasando por los
de Gladstone, que era especialista en la aparente sobriedad de "dejar
que los hechos hablen por si solos", hasta la actualidad, cuando para
mover a las masas se utilizan frecuentemente medios puramente
emocionales de la misma clase que los que emplea el Ejército de
Salvación. Resulta lícito calificar la situación presente como
"dictadura basada en la utilización de la emotividad de las masas". Pero
al mismo tiempo, el complicadísimo sistema de trabajo en comisión del
Parlamento inglés hace posible que colabore todo político que quiera
participar en la dirección de la política, e incluso le obliga a ello.
Todos los ministros de algún relieve que han ocupado el cargo en los
últimos decenios tienen detrás de ellos este muy real y eficaz trabajo
formativo. La práctica de los informes y la crítica pública que en las
sesiones de estas comisiones se hace convierte esta escuela en una
verdadera selección que excluye a los simples demagogos.
Así han ido las cosas en Inglaterra. El Caucus-System, sin embargo,
no es más que una forma debilitada de la estructura moderna si se la
compara con la organización de los partidos americanos, que acuñó de
forma especialmente temprana y pura el principio plebiscitario. En el
pensamiento de Washington, América debería haber sido una comunidad
administrada por gentlemen. En aquel tiempo un gentlemen era también en
América un terrateniente o un hombre educado en un colegio. En los
primeros tiempos de su independencia América fue efectivamente así. Al
constituirse los partidos, los miembros de la Cámara de Representantes
comenzaron a tener la pretensión de convertirse en dirigentes políticos,
como había sucedido en Inglaterra en la época de la dominación de los
notables. La organización de los partidos era muy laxa. Esta situación
se mantuvo hasta 1824. Ya antes de la década de 1820 había comenzado a
formarse la maquinaria partidista en algunos municipios, que también
aquí fueron los semilleros de la nueva evolución. Pero es sólo la
elección como presidente de Andrew Jackson, el candidato de los
campesinos del Oeste, la que arroja por la borda las viejas tradiciones.
Formalmente la dirección de los partidos por los principales
parlamentarios termina poco después de 1840, cuando los grandes
parlamentarios como Calhoun y Webster se retiran de la vida política
porque, frente a la máquina partidista, el Parlamento ha perdido ya casi
todo el poder en el país. La razón de que la "máquina" plebiscitaria se
haya desarrollado tan pronto en América reside en el hecho de que allí y
sólo allí el jefe del poder ejecutivo y (estos es, sobre todo, lo que
importa) el patrono que dispone de todos los cargos es un presidente
plebiscitariamente elegido que, a consecuencia de la "división de
poderes", actúan con casi total independencia frente al Parlamento. Es
así la misma elección presidencial la que ofrece como premio por la
victoria un rico botín de prebendas y cargos. El spoils system, elevado
por Andrew Jackson a la categoría de principio sistemático, no hace más
que sacar las consecuencias de esta situación.
¿Qué significa actualmente para la formación de los partidos este
spoils system, esta atribución de todos los cargos federales al séquito
del candidato victorioso? Pues simplemente que se enfrentan entre sí
partidos totalmente desprovistos de convicciones, puras organizaciones
de cazadores de cargos, cuyos mutables programas son redactados para
cada elección sin tener en cuenta otra cosa que la posibilidad de
conquistar votos. Estos programas cambian de una elección a otra
elección en una medida para la que no pueden encontrarse analogías en
ninguna otra parte. Los partidos están cortados por el patrón que mejor
se ajusta a las elecciones realmente importantes para la distribución de
los cargos: la elección presidencial y la de los gobernadores de
Estado. Los programas los establecen y los candidatos los designan las
"convecciones nacionales" de los partidos, sin intervención alguna de
los parlamentarios. Es decir, congresos de los partidos que,
formalmente, están integrados, de manera muy democrática, por asambleas
de delegados que, a su vez, han recibido mandato de las primaries, las
asambleas de los electores del partido. Ya en estas primaries los
delegados son elegidos por referencia al nombre de los candidatos a la
jefatura del Estado. Dentro de cada partido se desarrolla la más
enconada lucha por la nomination. En manos del presidente quedan siempre
de 300.000 a 400.000 nombramientos de funcionarios que él ha de hacer
previa consulta con los senadores de cada Estado. Los senadores son
también, en razón de esta consulta, políticos poderosos. No así, en
cambio, la Cámara de Representantes, privada del patronatro de los
cargos, ni los ministros, que, a consecuencia de la "división de
poderes", son puros auxiliares del presidente, legitimado por la
elección popular frente a todo el mundo, incluido el Parlamento, y que,
por tanto, puede desempeñar sus cargos con absoluta independencia de la
confianza o desconfianza de éste.
El spoil system así sostenido era técnicamente posible en América
porque la juventud de la cultura americana permitía soportar una pura
economía de diletantes. Evidentemente, una situación en la que la
administración estaba en manos de 300.000 o 400.000 hombres de partido,
sin más cualificación para ello que el hecho de haber sido útiles a su
propio partido, tenía que estar necesariamente plagada de grandes lacras
y, en efecto, la administración americana se caracterizaba por una
corrupción y un despilfarro inigualables, que sólo un posibilidades
económicas todavía ilimitadas podía soportar.
La figura que con este sistema de la máquina plebiscitaria aparece
en primer plano es la del boss. ¿Qué es el boss? Un empresario
capitalista que reúne votos por su cuenta y riesgo. Sus primeras
conexiones puede haberlas conseguido como abogado, tabernero o dueño de
cualquier otro negocio semejante, o tal vez como prestamista. A partir
de esos comienzos, va extendiendo sus redes hasta que logra "controlar"
un determinado número de votos. Llegado aquí, entra en relación con los
bosses vecinos, logra atraer con su celo, su habilidad y, sobre todo, su
discreción la atención de quienes le han precedido en el camino y
comienza a ascender. El boss es indispensable para la organización del
partido, que él centraliza en sus manos y constituye la principal fuente
de recursos financieros. ¿Cómo los consigue él? En parte mediante las
contribuciones de los miembros pero, sobre todo, recaudando un
porcentaje de los sueldos de aquellos funcionarios que le deben el cargo
a él y a su partido. Percibe además el producto del cohecho y de las
propinas. Quien quiere infringir impunemente alguna de las numerosas
leyes necesita la connivencia del boss y tiene que pagar por ella, sin
lo cual le aguardan cosas muy desagradables. Pero todos estos medios no
bastan, sin embargo, para reunir el capital que requiere la empresa. El
boss es también indispensable como perceptor inmediato del dinero que
entregan los grandes magnates financieros. Éstos no confiarían en modo
alguno el dinero que dan con fines electorales a un funcionario a sueldo
o a una persona que tenga que rendir cuentas públicamente. El boss, con
su prudente discreción en cuestiones de dinero, es por antonomasia el
hombre de los círculos capitalistas que financian las elecciones. El
boss típico es un hombre absolutamente gris. No busca prestigio social;
por el contrario, el "profesional" es despreciado en la "buena
sociedad". Busca exclusivamente poder, como medio de conseguir dinero,
ciertamente, pero también por el poder mismo. A diferencia del leader
inglés, el boss americano trabaja en la sombre. Raramente se le oye
hablar. Sugerirá al orador lo que tiene que decir, pero él mismo calla.
Por regla general no ocupa cargo alguno, si no el de senador en el
Senado federal, pues, como constitucionalmente los senadores participan
en el patronato de los cargos, es frecuente que el boss mismo acuda
personalmente a esta corporación. La atribución de los cargos se hace,
en primer lugar, de acuerdo con los servicios prestados al partido.
También se entregan, sin embargo, en muchos casos a cambio de dinero, e
incluso hay ya cantidades fijas como precio de determinados cargos. Se
trata, en definitiva, de un sistema de venta de los cargos semejante al
que durante los siglos XVII y XVIII conocieron las monarquías europeas,
incluidos los Estados de la Iglesia.
El boss no tiene principios políticos firmes, carece totalmente de
convicciones y sólo pregunta cómo pueden conseguirse los votos. No es
raro que sea un hombre bastante inculto, pero generalmente su vida
privada es correcta e irreprochable. Sólo en su ética política se
acomoda a la moral media de la actividad política que en cada momento
impera, lo mismo que muchos de los nuestros hicieron, en lo que respecta
a la moral económica, en la época del acaparamiento. No le importa ser
socialmente despreciado como "profesional", como político de profesión.
El hecho mismo de que no ocupe ni quiera ocupar los grandes cargos de la
Unión tiene la ventaja de hacer posible, en no pocas ocasiones, la
candidatura de hombres inteligentes ajenos a los partidos, de
notabilidades (y no sólo, como entre nosotros, de notables de los
partidos), si el boss piensa que pueden atraer votos. Precisamente la
estructura de estos partidos sin convicciones, cuyos jefes son
socialmente despreciados, ha permitido de este modo que lleguen a la
presidencia hombres capaces que entre nosotros no la hubieran alcanzado
jamás. Naturalmente los bosses se oponen con uñas y dientes a cualquier
outsider que pueda representar un peligro para sus fuentes de poder y
dinero, pero no es raro que, en su competencia por el favor de los
electores, se vean obligados a defender candidatos que se presentan como
adversarios de la corrupción.
He aquí, pues, una empresa partidista, fuertemente capitalista,
rígidamente organizada de arriba abajo y apoyada también en clubs firme y
jerárquicamente organizados, del tipo Tammany-Hall, cuya finalidad es
la de obtener beneficios económicos mediante el dominio político de la
Administración y, sobre todo, de la administración municipal, que
también en América constituye el más rico botín. Lo que hizo posible
esta estructura vital de los partidos fue la acentuada democracia
imperante en los Estados Unidos como "país nuevo", y es esta conexión
entre ambos términos la que hace que hoy estemos presenciando la lenta
expiración de ese sistema. América no puede ser ya gobernada únicamente
por diletantes. A la pregunta de por qué se dejan gobernar por políticos
a los que decían despreciar, los obreros americanos respondieron hace
quince años diciendo: "Preferimos tener como funcionarios a gentes a las
que escupimos, que crear una casta de funcionarios que escupa sobre
nosotros". Éste era el viejo punto de vista de la "democracia"
americana, y ya en aquel tiempo los socialistas pensaban de modo
completamente distinto. La situación se hace ya insoportable. La
administración de diletantes no basta ya y la Civil Service Reform está
creando continuamente nuevos puestos vitalicios y dotados de jubilación,
con el resultado de que están ocupando los cargos funcionarios con
formación universitaria, tan capaces e insobornables como los nuestros.
Existen ya casi 100.000 cargos que no son objeto del botín electoral,
sino que están dotados de un derecho a la jubilación y que se cubren
mediante pruebas de capacitación. Esto hará retroceder lentamente el
spoils system y obligará a modificar igualmente la estructura de la
dirección del partido en un sentido que no podemos predecir.
Hasta ahora, las condiciones esenciales de la empresa política en
Alemania habían sido las siguientes. En primer lugar, impotencia del
Parlamento y, como consecuencia de ella, el que ningún hombre con
cualidades de jefe se quedase en el Parlamento durante mucho tiempo.
¿Qué era lo que un hombre de esas condiciones podía hacer allí? Cuando
se producía una vacante en una oficina de la administración podía
decirle al funcionario del que dependiera el asunto: "En mi distrito
tengo a una persona muy inteligente que desempeñaría muy bien ese
puesto, déselo". Y con gusto se lo daban. Pero esto era aproximadamente
todo lo que un parlamentario alemán podía hacer para satisfacer su
instinto de poder, en el caso que lo tuviera. En segundo lugar, y esta
característica condiciona también la anterior, la inmensa importancia
que en Alemania tenía el funcionariado especializado. En esta materia
ocupábamos el primer lugar en el mundo. Corolario forzoso de esa
importancia era la aspiración de dicho funcionario a ocupar no sólo los
cargos de funcionarios, sino también los puestos de ministro. Ha sido
precisamente en el Landtag bávaro en donde se ha dicho hace unos años,
al discutir sobre la introducción del régimen parlamentario, que si los
ministerios habían de ser ocupados por parlamentarios no habría ya
personas capaces que quisieran hacerse funcionarios. Esta administración
de funcionarios se sustraía además sistemáticamente a un control como
el que ejercen en Inglaterra las comisiones parlamentarias, haciendo así
imposible que, aparte de una pocas excepciones, se formasen en el seno
del Parlamento jefes administrativos realmente útiles.
La tercera característica era la de que en Alemania, a diferencia de
lo que en América sucede, teníamos partidos políticos con convicciones,
que, al menos con bona fides subjetiva, afirmaban que sus miembros
representaban una "concepción del mundo". Los dos más importantes de
estos partidos, el Partido del Centro y la Social Democracia, habían
surgido, sin embargo, con el deliberado propósito de ser partidos
minoritarios. Los dirigentes del Centro en el Imperio no ocultaron nunca
que se oponían al parlamentarismo porque temían verse colocados en
minoría y hallar entonces mayores dificultades para acomodar a sus
cazadores de cargos mediante presiones sobre el Gobierno, como hasta
entonces venían haciendo. La socialdemocracia era, por principio,
partido de minorías y obstáculo al parlamentarismo porque no querían
mancharse pactando con el orden político burgués. El hecho de que ambos
partidos se excluyesen a sí mismos del sistema parlamentario hizo
imposible la introducción de éste.
¿Cuál era, entre tanto, la suerte de los políticos profesionales en
Alemania? No tenían ni poder ni responsabilidad, sólo podían jugar un
papel bastante subalterno de notables y, como consecuencia de ello,
estaban animados en los últimos tiempos del espíritu de gremio típico de
todas las profesiones. Para un hombre que no fuera como ellos era
imposible ascender mucho en el círculo de estos notables, que ponían sus
vidas en sus pequeños puestos. En todos los partidos, sin excluir
naturalmente al socialdemócrata, yo podría citar muchos nombres que
podrían servir de ejemplo en esta tragedia de la carrera política porque
sus portadores tenían cualidades de jefe y, justamente por eso,
encontraron el paso cerrado por los notables. Todos nuestros partidos
han seguido este camino que los llevó a convertirse en gremios de
notables. Bebel, por ejemplo, por modesta que fuera su inteligencia, era
todavía un verdadero caudillo en razón de su temperamento y su limpieza
de carácter. El hecho de que fuese un martir y de que, al menos en
opinión de ellas, no hubiese defraudado nunca la confianza de las masas,
hizo que éstas estuviesen siempre tras de él y que no hubiera dentro
del partido ningún poder que pudiera oponérsele seriamente. Con su
muerte terminó todo esto y comenzó la dominación de los funcionarios.
Funcionarios sindicales, secretarios de partido y periodistas ocuparon
los puestos clave y el partido quedó dominado por los instintos de
funcionario. Era realmente un funcionariado muy honesto,
excepcionalmente honesto incluso, si se piensan en cómo van las cosas en
otros países y, especialmente, en la frecuencia con que se dejan
sobornar los funcionarios de los sindicatos americanos, pero con él
aparecieron también en el partido las consecuencias de la dominación de
los funcionarios que antes explicábamos.
Los partidos burgueses eran ya puros gremios de notables desde 1880.
Es cierto que de vez en cuando los partidos, con fines
propagandísticos, tenían que atraerse personas inteligentes sin
filiación partidista para poder decir "nosotros tenemos tales y tales
nombres". Si era posible se les impedía a estas personas presentarse a
las elecciones y sólo se lanzaban sus candidaturas cuando esto era
inevitable porque el interesado no se dejaba pescar de otra manera.
Idéntico espíritu reinaba en el Parlamento. Nuestros partidos
parlamentarios eran y siguen siendo gremios. Cada discurso que se
pronuncia en el pleno del Reichstag ha sido censurado antes en el
partido, cosa que se deja ver fácilmente por su inaudito aburrimiento.
Sólo quien está inscrito como orador puede tomar la palabra. No cabe
imaginar nada más opuesto a la costumbre inglesa y también (aunque por
razones radicalmente opuestas) a la costumbre francesa.
Quizás ahora, como consecuencia de este tremendo colapso que se ha
dado en llamar revolución, esté todo esto en vías de cambiar. Tal vez
sea así, pero no es seguro. En un primer momento aparecieron intentos de
crear otros tipos de aparato partidista. En primer lugar, aparatos de
aficionados. Frecuentemente este intento parte especialmente de
estudiantes de las distintas escuelas superiores que se dirigen a algún
individuo a quien atribuyen cualidades de jefe para decirle: "Nosotros
haremos por usted el trabajo necesario; diríjanos". En segundo lugar,
aparatos de hombres de negocios. Ha sucedido a veces que un grupo de
personas ha acudido a alguien en quien suponen cualidades de jefe para
pedirle que, a cambio de una cantidad fija para cada elección, asuma la
tarea de ganar los votos. Si ustedes me preguntasen honradamente cuál de
estos dos tipos de aparato me parece más digno de confianza desde el
punto de vista técnico-político, les contestaría, creo, que prefiero el
segundo. Ambos fueron, en todo caso, burbujas que se hincharon
rápidamente para rápidamente estallar. Los aparatos existentes se
recompusieron un poco y continuaron trabajando. Aquellos fenómenos
fueron sólo un síntoma de que tal vez se establecerían nuevos aparatos
cuando hubiese un caudillo capaz de hacerlo. Pero ya las peculiaridades
técnicas de la representación proporcional impedían su crecimiento. Sólo
surgieron un par de dictadores callejeros que volvieron a desaparecer. Y
sólo el séquito de estas dictaduras callejeras fue organizado con una
firme disciplina; de aquí el poder de estas minorías, hoy en trance de
desaparición.
Supongamos que esta situación cambiara. Hay que tener entonces bien
presente que, de acuerdo con lo ya dicho, la dirección de los partidos
por jefes plebiscitarios determina la "desespiritualización" de sus
seguidores, su proletarización espiritual, valdría decir. Para ser
apararato utilizable por el caudillo han de obedecer ciegamente,
convertirse en una máquina, en el sentido americano, no sentirse
perturbados por vanidades de notables y pretensiones de tener opinión
propia. La elección de Lincoln sólo fue posible gracias a que la
organización del partido tenía ese carácter y, como ya se ha dicho, lo
mismo sucedió con el caucus de la elección de Gladstone. Es éste
justamente el precio que hay que pagar por la dirección del caudillo.
Sólo nos queda elegir entre democracia caudillista con "máquina" o la
democracia sin caudillos, es decir, la dominación de "políticos
profesionales" sin vocación, sin esas cualidades íntimas y carismáticas
que hacen al caudillo. Esto significa también lo que en las actuales
contiendas dentro de un partido se conoce con el nombre de las
"camarillas". Actualmente es esto lo único que tenemos en Alemania, y su
mantenimiento se verá facilitado en el futuro, al menos para el Reich,
porque se reconstituirá el Bundesrat que necesariamente limitará el
poder del Reichstag y disminuirá así su importancia como lugar adecuado
para la selección de caudillos. La perduración del sistema está
asegurada además por la representación proporcional, tal como ahora está
configurada. Es ésta una institución típica de la democracia sin
caudillos, no sólo porque facilita el chalaneo de los notables para
colocarse, sino también porque, para el futuro, da a las asociaciones de
interesados la posibilidad de obligar a incluir en las listas a sus
funcionarios, creando así un Parlamento apolítico en el no haya lugar
para un auténtico caudillaje. La única válvula de escape posible para la
necesidad de contar con una verdadera jefatura podría ser el presidente
del Reich, si es elegido plebiscitariamente y no por el Parlamento.
Podría también nacer y seleccionarse una jefatura sobre la base del
trabajo realizado si apareciese en las grandes ciudades, como apareció
en Estados Unidos, sobre todo allí en donde se quiso luchar seriamente
contra la corrupción, un dictador municipal, elegido plebiscitariamente y
provisto del derecho a organizar su equipo con absoluta independencia.
Esto exigiría una organización de los partidos adecuada a este tipo de
elecciones. Pero la hostilidad pequeño burguesa que todos los partidos, y
especialmente la socialdemocracia, sienten hacia el caudillaje hace
aparecer muy oscura la futura configuración de los partidos y, con ella,
la realización de estas posibilidades.
Por esto hoy no puede todavía decirse cómo se configurará en el
futuro la empresa política como "profesión" y menos aun por qué camino
se abren a los políticamente dotados las posibilidades de enfrentarse
con una tarea políticamente satisfactoria. Para quien, por su situación
patrimonial, está obligado a vivir "de" la política se presenta la
alternativa de hacerse periodista o funcionario de un partido, que son
los caminos directos típicos, o buscar un puesto apropiado en la
administración municipal o en las organizaciones que representen
intereses, como son los sindicatos, las cámaras de comercio, las cámaras
de agricultores o artesanos, las cámaras de trabajo, las asociaciones
de patronos, etc. Sobre el aspecto externo no cabe decir más, salvo
advertir que los funcionarios de los partidos comparten con los
periodistas el odium que los "desclasados" despiertan. Desgraciadamente
siempre se llamará "escritor a sueldo" a éste y "orador a sueldo" a
aquel; para quienes se encuentren interiormente indefensos frente a esa
situación y no sean capaces de darse a sí mismos la respuesta adecuada a
esas acusaciones, está cerrado ese camino que, en todo caso, comporta
grandes tentaciones y desilusiones terribles. ¿Qué satisfacciones
íntimas ofrece a cambio y qué condiciones ha de tener quien lo emprende?
Proporciona, por lo pronto, un sentimiento de poder. La conciencia
de tener una influencia sobre los hombres, de participar en el poder
sobre ellos y, sobre todo, el sentimiento de manejar los hilos de
acontecimientos históricos importantes elevan al político profesional,
incluso al que ocupa posiciones formalmente modestas, por encima de lo
cotidiano. La cuestión que entonces se le plantea es la de cuáles son
las cualidades que le permitirán estar a la altura de ese poder (por
limitado que sea en su caso concreto) y de la responsabilidad que sobre
él arroja. Con esto entramos ya en el terreno de la ética, pues es a
ésta a la que corresponde determinar qué clase de hombre hay que ser
para tener derecho a poner la mano en la rueda de la Historia.
Puede decirse que son tres las cualidades decisivamente importantes
para el político: pasión, sentido de la responsabilidad y mesura. Pasión
en el sentido de "positividad", de entrega apasionada a una "causa", al
dios o al demonio que la gobierna. No en el sentido de esa actitud
interior que mi malogrado amigo Jorge Simmel solía llamar "excitación
estéril", propia de un determinado tipo de intelectuales, sobre todo
rusos (no, por supuesto, de todos ellos) y que ahora juega también un
gran papel entre nuestros intelectuales, en este carnaval al que se da,
para embellecerlo, el orgulloso nombre de "revolución". Es ése un
"romanticismo de lo intelectualmente interesante" que gira en el vacío y
está desprovisto de todo sentido de la responsabilidad objetiva. No
todo queda arreglado, en efecto, con la pura pasión, por muy
sinceramente que se la sienta. La pasión no convierte a un hombre en
político si no está al servicio de una "causa" y no hace de la
responsabilidad para con esa causa la estrella que oriente la acción.
Para eso se necesita (y ésta es la cualidad psicológica decisiva para el
político) mesura, capacidad para dejar que la realidad actúe sobre uno
sin perder el recogimiento y la tranquilidad, es decir, para guardar la
distancia con los hombres y las cosas. El "no saber guardar distancias"
es uno de los pecados mortales de todo político y una de esas cualidades
cuyo olvido condenará a la impotencia política a nuestra actual
generación de intelectuales. El problema es, precisamente, el cómo puede
conseguirse que vayan juntas en las mismas almas la pasión ardiente y
la mesura frialdad. La política se hace con la cabeza y no con otras
partes del cuerpo o del alma. Y, sin embargo, la entrega a una causa
sólo puede nacer y alimentarse de la pasión, si ha de ser una actitud
auténticamente humana y no un frívolo juego intelectual. Sólo el hábito
de la distancia (en todos los sentidos de la palabra) hace posible la
enérgica doma del alma que caracteriza al político apasionado y lo
distingue del simple diletante político "esterilmente agitado". La
"fuerza" de una "personalidad" política reside, en primer lugar, en la
posesión de estas cualidades.
Por esto el político tiene que vencer cada día y cada hora a un
enemigo muy trivial y demasiado humano, la muy común vanidad, enemiga
mortal de toda entrega a una causa y de toda mesura, en este caso de la
mesura frente a sí mismo.
La vanidad es una cualidad muy extendida y tal vez nadie se vea
libre de ella. En los círculos académicos y científicos es una especie
de enfermedad profesional. Pero precisamente el hombre de ciencia, por
antipática que sea su manifestación, la vanidad es relativamente inocua
en el sentido de que, por lo general, no estorba al trabajo científico.
Muy diferentes son sus resultados en el político, quien utiliza como
instrumento el ansia de poder. El "instinto de poder", como suele
llamarse, está así, de hecho, entre sus cualidades normales. El pecado
contra el Espíritu Santo de su profesión comienza en el momento en que
esta ansia de poder deja de ser positiva, deja de estar exclusivamente
al servicio de la "causa" para convertirse en una pura embriaguez
personal. En último término, no hay más que dos pecados mortales en el
terreno de la política: la ausencia de finalidades objetivas y la falta
de responsabilidad, que frecuentemente, aunque no siempre, coincide con
aquella. La vanidad, la necesidad de aparecer siempre que sea posible en
primer plano, es lo que más lleva al político a cometer uno de estos
pecados o los dos a la vez. Tanto más cuanto que el demagogo está
obligado a tener en cuenta el "efecto"; por esto está siempre en
peligro, tanto de convertirse en un comediante como de tomar a la ligera
la responsabilidad que por las consecuencias de sus actos le incumbe y
preocuparse sólo por la "impresión" que hace. Su ausencia de finalidad
objetiva le hace proclive a buscar la apariencia brillante del poder en
lugar del poder real; su falta de responsabilidad lo lleva a gozar del
poder por el poder, sin tomar en cuenta su finalidad. Aunque el poder es
el medio ineludible de la política o, más exactamente, precisamente
porque lo es, y el ansia de poder es una de las fuerzas que lo impulsan,
no hay deformación más perniciosa de la fuerza política que el
baladronear de poder como un advenedizo o complacerse vanidosamente en
el sentimiento de poder, es decir, en general, toda adoración del poder
en cuanto tal. El simple "político de poder", que está también entre
nosotros es objeto de un fervoroso culto, puede quizás actuar
enérgicamente, pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno. En
esto los críticos de la "política de poder" tienen toda la razón. En el
súbito derrumbamiento interno de algunos representantes típicos de esta
actitud hemos podido comprobar cuánta debilidad interior y cuánta
impotencia se esconde tras estos gestos, ostentosos pero totalmente
vacíos. Dicha actitud es producto de una mezquina y superficial
indiferencia frente al sentido de la acción humana, que no tiene ningún
parentesco con la conciencia de la urdimbre trágica en que se asienta la
trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político.
Es una tremenda verdad y un hecho básico de la Historia (de cuya
fundamentación no tenemos que ocuparnos en detalle aquí) el que
frecuentemente o, mejor generalmente, el resultado final de la acción
política guarda una relación absolutamente inadecuada, y frecuentemente
incluso paradójica, con su sentido originario. Esto no permite, sin
embargo, prescindir de ese sentido, del servicio a una "causa", si se
quiere que la acción tenga consistencia interna. Cuál haya de ser la
causa para cuyo servicio busca y utiliza el político poder es ya
cuestión de fe. Puede servir finalidades nacionales o humanitarias,
sociales y éticas o culturales, seculares o religiosas; puede sentirse
arrebatado por una firme fe en el "progreso" (en cualquier sentido que
éste sea) o rechazar fríamente esa clase de fe; puede pretender
encontrarse al servicio de una "idea" o rechazar por principio ese tipo
de pretensiones y querer servir sólo fines materiales de la vida
cotidiana. Lo que importa es que siempre ha de existir alguna fe. Cuando
esta falta, incluso los éxitos políticos aparentemente más sólidos, y
esto es perfectamente justo, llevan sobre sí la maldición de la
inanidad.
Con lo que acabamos de decir nos encontramos ya ante el último de
los problemas de que hemos de ocuparnos hoy, el del ethos de la política
como "causa". ¿Cuál es el papel que, independientemente de sus fines,
ha de llenar la política en la economía ética de nuestra manera de
vivir? ¿Cuál es, por así decir, el lugar ético que ella ocupa? En este
punto chocan entre sí concepciones básicas del mundo entre las cuales,
en último término, hay que escoger. Vayamos de frente a este problema
que últimamente se ha puesto de nuevo en discusión y en una forma que
es, a mi entender, totalmente equivocada.
Liberémonos antes, sin embargo, de una falsificación perfectamente
trivial. Quiero decir con ello que la ética puede surgir a veces con un
papel extremadamente fatal. Veamos algunos ejemplos. Raramente
encontrarán ustedes a un hombre que haya dejado de amar a una mujer para
amar a otra y no se sienta obligado a justificarse ante sí mismo
diciendo que la primera no era digna de su amor, o que lo ha
decepcionado, o dándose cualquier otra "razón" por el estilo. Esto es
falta de caballerosidad. En lugar de afrontar simplemente el destino de
que ya no quiere a su mujer y de que ésta tiene que soportarlo,
procediendo de modo muy poco caballeroso trata de crearse una
"legitimidad" en virtud de la cual pretende tener razón y cargar sobre
ella las culpas, además de la infelicidad. Del mismo modo procede el
competidor que triunfa en una lid erótica: el rival debe valer menos
cuando ha resultado vencido. Pero también es ésta la situación en que se
encuentra el vencedor de una guerra cuando, cediendo al mezquino vicio
de querer tener siempre razón, pretende que ha vencido porque tenía la
razón de su parte. O la misma también de quien se quiebra moralmente
bajo los terrores de la guerra y entonces, en lugar de decir simplemente
que no podía aguantar más, siente la necesidad de justificarse consigo
mismo y afirma que no podía soportarlo más porque tenía que luchar por
una causa moralmente mala. O también la de quienes son vencidos en la
guerra. Ponerse a buscar después de perdida una guerra quienes son los
"culpables" es cosa propia de viejas; es siempre la estructura de la
sociedad la que origina la guerra. La actitud sobria y viril es la de
decir al enemigo: "Hemos perdido la guerra, la habéis ganado vosotros.
Esto es ya cosa resuelta. Hablemos ahora de las consecuencias que hay
que sacar de este hecho respecto de los intereses materiales que estaban
en juego y respecto de la responsabilidad hacia el futuro, que es lo
principal y que incumbre sobre todo al vencedor". Todo lo que no sea
esto es indigno y se paga antes o después. Una nación perdona el daño
que se hace a sus intereses, pero no el que se hace a su honor y menos
que ninguno el que se le infiere con ese clerical vicio de querer tener
siempre razón. Todo nuevo documento que tras decenios aparezca hará
levantarse de nuevo el indigno clamoreo, el odio y la ira, en lugar de
permitir que, al menos moralmente, la guerra hubiera quedado enterrada
al terminar. Esto sólo puede conseguirse mediante la objetividad y la
caballerosidad, y sobre todo sólo mediante la dignidad. Nunca mediante
la "ética" que, en verdad, lo que significa es una indignidad de las dos
partes. Una ética que, en lugar de preocuparse de lo que realmente
corresponde al político, el futuro y la responsabilidad frente a él, se
pierde en cuestiones, por insolubles políticamente estériles, sobre
cuáles han sido las culpas en el pasado. Hacer esto es incurrir en culpa
política, si es que la hay. Y con esta actitud se pasa además por alto
la inevitable falsificación de todo el problema por muy materiales
intereses: intereses del vencedor en conseguir las mayores ganancias
posibles, tanto morales como materiales, esperanzas del vencido de
conseguir ventajas a cambio de su confesión de culpa. Si hay algo
"abyecto" en el mundo es esto, y éste es el resultado de esa utilización
de la "ética" como medio para tener razón.
¿Cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política? ¿No
tienen nada que ver la una con la otra, como a veces se dice? ¿O es
cierto, por el contrario, que hay "una sola" ética, válida para la
actividad política como para cualquier otra actividad? Se ha creído a
veces que estas dos últimas afirmaciones son mutuamente excluyentes; que
sólo puede ser cierta la una o la otra, pero no las dos. ¿Pero es
cierto acaso que haya alguna ética en el mundo que pueda imponer normas
de contenido idéntico a las relaciones eróticas, comerciales, familiares
y profesionales, a la relación con la esposa, con la verdulera, el
hijo, el competidor, el amigo o el acusado? ¿Será verdad que es
perfectamente indiferente para las exigencias éticas que a la política
se dirigen el que ésta tenga como medio específico de acción el poder,
tras el que está la violencia? ¿No estamos viendo que los ideólogos
bolcheviques y espartaquistas obtienen resultados idénticos a los de
cualquier dictador militar precisamente porque se sirven de este
instrumento de la política? ¿En qué se distingue de la de otros
demagogos la polémica que hay mantiene la mayor parte de los
representantes de la ética presuntamente nueva contra sus adversarios?
Se dirá que por la noble intención. Pero de lo que estamos hablando aquí
es de los medios. También los combatidos adversarios creen, con una
conciencia absolutamente buena, en la nobleza de sus propias
intenciones. "Quien a hierro mata a hierro muere" y la lucha siempre es
lucha. ¿Qué decir, entonces, sobre la ética del Sermón de la Montaña? El
Sermón de la Montaña, esto es, la ética absoluta del Evangelio, es algo
mucho más serio de lo que se piensan quienes citan sus mandamientos. No
es para tomarlo a broma. De esa ética puede decirse lo mismo que se ha
dicho de la causalidad en la ciencia, que no es un carruaje que se pueda
hacer para tomarlo o dejarlo a capricho. Se le acepta o se la rechaza
por entero; éste es precisamente su sentido; proceder de otro modo es
trivializarla. Pensemos, por ejemplo, en la parábola del joven rico, de
quien se nos dice "pero se alejó de allí tristemente porque poseía
muchos bienes", El mandamiento evangélico es incondicionado y unívoco:
da a los pobres cuanto tienes, todo. El político dirá que éste es un
consejo que socialmente carece de sentido mientras no se le imponga a
todos. En consecuencia recurrirá a los impuestos confiscatorios, a la
pura y simple confiscación, en una palabra, a la coacción y la
reglamentación contra todos. No es esto, sin embargo, en modo alguno lo
que el mandato ético postula, y ésa es su verdadera esencia. Ese mandato
nos ordena también "poner la otra mejilla", incondicionalmente, sin
preguntarnos si el otro tiene derecho a pegar. Esta ética es, así, una
ética de la indignidad, salvo para los santos. Quiero decir con esto que
si se es en todo un santo, al menos intencionalmente, sis e vive como
vivieron Jesús, los apóstoles, San Francisco de Asís y otros como ellos,
entonces esta ética sí está llena de sentido y sí es expresión de una
alta dignidad, pero no si así no es. La ética acósmica nos ordena "no
resistir al mal con la fuerza", pero para el político lo que tiene
validez es el mandato opuesto: has de resistir al mal con la fuerza,
pues de lo contrario te haces responsable de su triunfo. Quien quiere
obrar conforme a la moral del Evangelio debe abstenerse de participar en
una huelga, que es una forma de coacción, e ingresar en un sindicato
amarillo. Y, sobre todo, debe abstenerse de hablar de "revolución". Pues
esa ética no enseña, ni mucho menos, que la única guerra legítima sea
precisamente la guerra civil. El pacifista que obra según el Evangelio
se sentirá en la obligación moral de negarse a tomar las armas o de
arrojarlas, como se recomendó en Alemania, para poner término a la
guerra y, con ella, a toda guerra. El político, por su parte, dirá que
el único medio de desacreditar la guerra para todo el futuro previsible
hubiese sido una paz de compromiso que mantuviese el statu quo. Entonces
se hubieran preguntado los pueblos que para qué había servido la
guerra. Se la habría reducido al absurdo, cosa que ahora no es posible,
pues para los vencedores, al menos una parte de ellos, habrá sido
rentable políticamente. Y responsable de esto es esa actitud que nos
incapacita para toda resistencia. Ahora, y una vez que pase el
cansancio, quedará desacreditada la paz, no la guerra. Una consecuencia
de la ética absoluta.
Finalmente, la obligación de decir la verdad, que la ética absoluta
nos impone sin condiciones. De aquí se ha sacado la conclusión de que
hay que publicar todos los documentos, sobre todo aquellos que culpan al
propio país, y, sobre la base de esta publicación unilateral, hacer una
confesión de las propias culpas igualmente unilateral, incondicional,
sin pensar en las consecuencias. El político se dará cuenta de que
obrando así no se ayuda a la verdad, sino que, por el contrario, se la
oscurece con el abuso y el desencadenamiento de las pasiones. Verá que
sólo una investigación bien planeada y total, llevada a cabo por
personas imparciales, puede rendir frutos, y que cualquier otro proceder
puede tener, para la nación que lo siga, consecuencias que no podrán
ser eliminadas en decenios. La ética absoluta, sin embargo, ni siquiera
se pregunta por las consecuencias.
Con esto llegamos al punto decisivo. Tenemos que ver con claridad
que toda acción éticamente orientada puede ajustarse a dos máximas
fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas: puede
orientarse mediante la "ética de la convicción" o conforme a la "ética
de la responsabilidad". No es que la ética de la convicción sea idéntica
a la falta de responsabilidad, a la falta de convicción. No se trata en
absoluto de esto. Pero hay una diferencia abismal entre obrar según la
máxima de una ética de la convicción, tal como la que ordena
(religiosamente hablando) "el cristiano obra bien y deja el resultado en
manos de Dios", o según una máxima de la ética de la responsabilidad,
como la que ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la
propia acción. Ustedes pueden explicar elocuentemente a un sindicalista
que las consecuencias de sus acciones serán las de aumentar las
posibilidades de la reacción, incrementar la opresión de su clase y
dificultar su ascenso; si ese sindicalista está firme en su ética de la
convicción, ustedes no lograrán hacer mella. Cuando las consecuencias de
una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas,
quien la ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que
responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad
de Dios que los hizo así. Quien actúa conforme a una ética de la
responsabilidad, por el contrario, toma en cuenta todos los defectos del
hombre medio. Como dice Fichte, no tiene ningún derecho a suponer que
el hombre es bueno y perfecto y no se siente en situación de poder
descargar sobre otros aquellas consecuencias de su acción que él pudo
prever. Se dirá siempre que esas consecuencias son imputables a su
acción. Quien actúa según la ética de la convicción, por el contrario,
sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura
convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias
del orden social. Prenderla una y otra vez es la finalidad de sus
acciones que, desde el punto de vista del posible éxito, son plenamente
irracionales y sólo pueden y deben tener un valor ejemplar.
Pero tampoco con esto llegamos al término del problema. Ninguna
ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines
"buenos" hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o
al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de
consecuencias laterales moralmente malas. Ninguna ética del mundo puede
resolver tampoco cuándo y en qué medida quedan "santificados" por el fin
moralmente bueno los medios y las consecuencias laterales moralmente
peligrosos.
El medio decisivo de la política es la violencia, y pueden ustedes
medir la intensidad de la tensión que desde el punto de vista ético
existe entre medios y fines recordando, por ejemplo, el caso de los
socialistas revolucionarios (tendencias Zimmerwald), los cuales durante
la guerra se gobernaban de acuerdo con un principio que podríamos
formular descarnadamente en los siguientes términos: "Si tenemos que
elegir entre algunos años más de guerra que traigan entonces la
revolución o una paz inmediata que la impida, preferimos esos años más
de guerra". A la pregunta de qué es lo que podía traer consigo esa
revolución, todo socialista científicamente educado habría contestado
que no cabía pensar en modo alguno en el paso a una economía socialista,
en el sentido que él da a la palabra, sino en la reconstitución de una
economía burguesa que habría eliminado únicamente los elementos feudales
y los restos dinásticos. Y para conseguir este modesto resultado se
prefieren "unos años más de guerra". Podría muy bien decirse que,
incluso teniendo convicciones socialistas muy firmes, se puede rechazar
un fin que exige tales medios. Ésta es, sin embargo, la situación del
bolchevismo, del espartaquismo y, en general, de todo socialismo
revolucionario, y resulta en consecuencia sumamente ridículo que estos
sectores condenen moralmente a los "políticos de poder" del antiguo
régimen por emplear esos mismos medios, aunque esté plenamente
justificada la condena de sus fines.
Aquí, en este problema de la santificación de los medios por el fin,
parece forzosa la quiebra de cualquier moral de convicción. De hecho,
no le queda lógicamente otra posibilidad que la de condenar toda acción
que utilice medios moralmente peligrosos. Lógicamente. En el terreno de
las realidades vemos una y otra vez que quienes actúan según una ética
de la convicción se transforman súbitamente en profetas quiliásticos;
que, por ejemplo, quienes repetidamente han predicado "el amor frente a
la fuerza" invocan acto seguido la fuerza, la fuerza definitiva que ha
de traer consigo la aniquilación de toda violencia del mismo modo que,
en cada ofensiva, nuestros oficiales decían a los soldados que era la
última, la que había de darnos el triunfo y con él la paz. Quien opera
conforme a una ética de la convicción no soporta la irracionalidad ética
del mundo. Es un "racionalista" cósmico-ético. Aquellos de entre
ustedes que conozcan la obra de Dostoievski recordarán a este propósito
la escena del Gran Inquisidor, en donde este problema se plantea en
términos muy hondos. No es posible meter en el mismo saco la ética de la
convicción y la ética de la responsabilidad, del mismo modo que no es
posible decretar éticamente qué fines pueden santificar tales o cuales
medios, cuando se quiere hacer alguna concesión a este principio.
Mi colega F. W. Forster, a quien personalmente tengo en gran estima
por la indudable sinceridad de sus convicciones, pero a quien rechazo
enteramente como político, cree poder salvar esta dificultad en su
conocido libro recurriendo a la simple tesis de que de lo bueno sólo
puede resultar el bien y de lo malo, sólo el mal. Si esto fuera así,
naturalmente, no se presentaría el problema, pero es asombroso que tal
tesis pueda aún ver la luz en el día de hoy, dos mil quinientos años
después de los Upanishadas. No solamente el curso todo de la historia
universal, sino también el examen imparcial de la experiencia cotidiana,
nos está mostrando lo contrario. El desarrollo de todas las religiones
del mundo se apoya sobre la base de que la verdad es lo contrario de lo
que dicha tesis sostiene. El problema original de la teodicea es el de
cómo es posible que un poder que se supone, a la vez, infinito y
bondadoso haya podido crear este mundo irracional del sufrimiento
inmerecido, la injusticia impune y la estupidez irremediable. O ese
Creador no es todopoderoso, o no es bondadoso, o bien la vida está
regida por unos principios de equilibrio y de sanción que sólo pueden
ser interpretados metafísicamente o que están sustraídos para siempre a
nuestra interpretación. Este problema de la irracionalidad del mundo ha
sido la fuerza que ha impulsado todo desarrollo religioso. La doctrina
hindú del Karma, el dualismo persa, el pecado original, la
predestinación y el Deus absconditus han brotado todos de esta
experiencia. También los cristianos primitivos sabían muy exactamente
que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en
política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la
violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es
cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el
mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un
niño, políticamente hablando.
Las distintas éticas religiosas se han acomodado de diferente modo
al hecho de que vivimos insertos en ordenaciones vitales distintas,
gobernadas por leyes distintas entre si. El politeísmo helénico
sacrificaba tanto a Afrodita como a Hera, a Apolo como a Dionisio, y
sabía bien que no era raro el conflicto entre estos dioses. La
ordenación vital hindú hacía a cada profesión objeto de una ley ética
especial, de un dharma, y las separaba para siempre unas de otras en
castas distintas. Las colocaba en una jerarquía fija de la que los
nacidos no podían escapar sino por el renacimiento en la próxima vida,
colocándolas así a distancias diferentes de los bienes supremos de la
salvación religiosa. Le era posible, de este modo, construir el dharma
de cada casta, desde los ascetas y brahmanes hasta los rateros y las
prostitutas, deacuerdo con la legalidad inmanente propia de cada
profesión. En el Bhagavata, en la conversación entre Krischna y Arduna,
encontrarán ustedes la ubicación de la guerra dentro del conjunto total
de las ordenaciones vitales. "Haz la obra necesaria", esto es, la obra
obligatoria según el dharma de la casta de los guerreros, lo
objetivamente necesario de acuerdo con la finalidad de la guerra. Para
el hinduismo esto no estorba la salvación religiosa, sino que, por el
contrario, la ayuda. Para el guerrero hindú que moría heroicamente, el
cielo de Indra estaba tan eternamente seguro como el Walhalla para los
germanos. Hubiera, en cambio, despreciado el nirvana como los germanos
despreciaban el cielo cristiano y sus coros de ángeles. Esta
especialización permitió a la ética hindú un tratamiento del arte real
de la política en el que no hay quiebras porque se limita a seguir las
leyes propias de la misma e incluso las refuerza. El "maquiavelismo"
verdaderamente radical, en el sentido habitual del término, está
clásicamente representado en la literatura hindú por el Arthasastra de
Kautilya, que es muy anterior a nuestra era y data probablemente del
tiempo de Chandragupta. A su lado el "Príncipe" de Maquiavelo nos
resulta perfectamente inocente. Como es sabido, para la ética católica,
de la que tan próximo está el profesor Forster, los consilia evangelica
constituyen una ética especial para quienes están dotados con el carisma
de la vida santa. Entre ellos están, además del monje, que no debe
derramar sangre ni buscar ganancia, el caballero cristiano y el
ciudadano piadoso que, respectivamente, pueden hacer una y otra cosa. El
escalonamiento de la ética y su integración en una doctrina de la
salvación son menos consecuentes aquí que en la India, pero ello debería
y tenía que ser así, de acuerdo con los supuestos de la fe cristiana.
La corrupción del mundo por el pecado original permitía con relativa
facilidad introducir en la ética la violencia como medio para combatir
el pecado y las herejías que ponen el alma en peligro. Las exigencias
acósmicas del Sermón de la Montaña, que pertenecen a una pura ética de
la convicción, y el Derecho natural que en ellas se apoya y que contiene
también exigencias absolutas, conservaron, sin embargo, su fuerza
revolucionaria y salieron furiosamente a la superficie en casi todas las
épocas de conmoción social. Dieron origen, en especial, a las sectas
pacifistas radicales, una de las cuales hizo en Pennsylvania el
experimento de un Estado que renunciaba a la fuerza frente al exterior.
Este experimiento siguió un curso trágico cuando, al estallar la guerra
de la independencia, los cuáqueros se vieron imposibilitados de tomar
las armas en un conflicto en el que se luchaba por sus ideales. El
protestantismo normal, por el contrario, legitimó el Estado, es decir,
el recurso a la violencia, como una institución divina, especialmente el
Estado autoritario legítimo. Lutero quitó de los hombros del individuo
particular la responsabilidad ética de la guerra para arrojarla sobre la
autoridad, a la que se puede obedecer, sin ser culpable, en todo salvo
en las cuestiones de fe. El calvinismo volvió a aceptar como principio
báscio la legitimidad de la fuerza como medio para la defensa de la fe,
es decir, la guerra de religión, que es un elemento vital en el Islam
desde sus comienzos. Como puede verse, no es la moderna falta de fe,
nacida del culto renacentista por el héroe, la que ha suscitado el
problema de la ética política. Todas las religiones, con éxito muy
distinto, han lidiado con Él como, de acuerdo con lo que acabamos de
decir, no podía por menos de suceder. La singularidad de todos los
problemas éticos de la política está determinada sola y exclusivamente
por su medio específico, la violencia legítima en manos de asociaciones
humanas.
Quien de cualquier modo pacte con este medio y para cualquier fin
que lo haga, y esto es lo que todo político hace, está condenado a
sufrir sus consecuencias específicas. Esta condena recae muy
especialmente sobre quien lucha por su fe, sea ésta religiosa o
revolucionaria. Tomemos la actualidad como ejemplo. Quien quiera imponer
sobre la tierra la justicia absoluta valiéndose del poder necesita para
ello seguidores, un "aparato" humano. Para que éste funcione tiene que
ponerle ante los ojos los necesarios premios internos y externos. En las
condiciones de la moderna lucha de clases, tiene que ofrecer como
premio interno la satisfacción del odio y el deseo de revancha y, sobre
todo, la satisfacción del resentimiento y de la pasión pseudoética de
tener razón; es decir, tiene que satisfacer la necesidad de difamar al
adversario y de acusarle de herejía. Como medios externos tiene que
ofrecer la aventura, el triunfo, el botín, el poder y las prebendas. El
jefe depende por entero para su triunfo del funcionamiento de este
aparato y por esto depende de los motivos del aparato y no de los suyos
propios. Tiene, pues, que asegurar permanentemente esos premios para los
seguidores que necesita, es decir, para los guardias rojos, los pícaros
y los agitadores. En tales condiciones, el resultado objetivo de su
acción no está en su mano, sino que le viene impuesto por esos motivos
éticos, predominantemente abyectos, de sus seguidores, que sólo pueden
ser refrendados en la medida en que al menos una parte de éstos, que en
este mundo nunca será la mayoría, esté animada por una noble fe en su
persona y en su causa. Pero, incluso cuando es subjetivamente sincera,
no sólo esta fe no pasa de ser la mayor parte de los casos más que una
"legitimación" del ansia de venganza, de poder, de botín y de prebendas
(no nos engañemos, la interpretación materialista de la historia no es
tampoco un carruaje que se toma y se deja a capricho, y no se detiene
ante los autores de la revolución), sino que, sobre todo, tras la
revolución emocional, se impone nuevamente la cotidianidad tradicional:
los héroes de la fe y la fe misma desaparecen o, lo que es más eficaz
aun, se trasforman en parte constitutiva de la fraseología de los
pícaros y de los técnicos de la política. Esta evolución se produce de
forma especialmente rápida en las contiendas ideológicas porque suelen
estar dirigidas o inspiradas por auténticos caudillos, profetas de la
revolución. Aquí, como en todo aparato sometido a una jefatura, una de
las condiciones del éxito es el empobrecimiento espiritual en pro de la
"disciplina". El séquito triunfante de un caudillo ideológico suele así
transformarse con especial facilidad en un grupo completamente ordinario
de prebendados.
Quien quiera en general hacer política y, sobre todo, quien quiera
hacer política como profesión ha de tener conciencia de estas paradojas
éticas y de su responsabilidad por lo que él mismo, bajo su presión,
puede llegar a ser. Repito que quien hace política pacta con los poderes
diabólicos que acechan en torno de todo poder. Los grandes virtuosos
del amor al prójimo y del bien acósmico de Nazaret, de Asís o de los
palacios reales de la India no operaron con medios políticos, con el
poder. Su reino "no era de este mundo", pese a que hayan tenido y tengan
eficacia en él. Platón, Karatajev y los santos dostoievskianos siguen
siendo sus más fieles reproducciones. Quien busca la salvación de su
alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política,
cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la
fuerza. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el
dios del amor, incluido el dios cristiano en su configuración
eclesiástica, y esta tensión puede convertirse en todo momento en un
conflicto sin solución. Esto lo sabían ya los hombres en la época de la
dominación de la Iglesia. Una y otra vez caía el interdicto papal sobre
Florencia (y en esta época esto significaba para los hombres y la salud
de sus almas un poder más fuerte que lo que Fichte llama la "aprobación
fría" del juicio moral kantiano), cuyos ciudadanos, sin embargo,
continuaban combatiendo contra los Estados de la Iglesia. Con referencia
a tales situaciones, y en un bello pasaje que, si la memoria no me
engaña, pertenece a las "Historias florentinas", Maquiavelo pone en boca
de uno de sus héroes la alabanza de aquellos que colocan la grandeza de
la patria por encima de la salvación de sus almas.
Si en lugar de ciudad natal o de "patria", que quizás no tienen hoy
para todos un significado unívoco, dicen ustedes "el futuro del
socialismo" o la "paz internacional", tendrá planteado el problema en su
forma actual. Todo aquello que se persigue a través de la acción
política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la
ética de la responsabilidad, pone en peligro la "salvación del alma".
Cuando se trata de conseguir una finalidad de ese género en un combate
ideológico y con una pura ética de la convicción, esa finalidad puede
resultar perjudicada y desacreditada para muchas generaciones porque en
su persecución no se tuvo presente la responsabilidad por las
consecuencias.
Quien así obra no tiene conciencia de las potencias diabólicas que
están en juego. Estas potencias son inexorables y originarán
consecuencias que afectan tanto a su actividad como a su propia alma,
frente a las que se encuentra indefenso si no las ve. "El demonio es
viejo; hazte viejo para poder entenderlo." No se trata en esta frase de
años, de edad. Yo nunca me he dejado abrumar en una discusión por el
dato de la fecha de nacimiento. Pero el simple hecho de que alguien
tenga veinte años y yo más de cincuenta tampoco puede inducirme, en
definitiva, a pensar que eso constituye un éxito ante el que tengo que
temblar de pavor. Lo decisivo no es la edad, sino la educada capacidad
para mirar de frente las realidades de la vida, soportarlas y estar a la
altura.
Es cierto que la política se hace con la cabeza, pero en modo alguno
solamente con la cabeza. En esto tiene toda la razón quienes defienden
la ética de la convicción. Nadie puede, sin embargo, prescribir si hay
que obrar conforme a la ética de la responsabilidad o conforme a la
ética de la convicción, o cuándo conforme a una y cuándo conforme a
otra. Lo único que puedo decirles es que cuando en estos tiempos de
excitación que ustedes no creen "estéril" (la excitación no es ni
esencialmente ni siempre una pasión auténtica) veo aparecer súbitamente a
los políticos de convicción en medio del desorden gritando: "El mundo
es estúpido y abyecto, pero yo no; la responsabilidad por las
consecuencias no me corresponden a mí, sino a los otros para quienes yo
trabajo y cuya estupidez o cuya abyección yo extirparé", lo primero que
hago es cuestionar la solidez interior que existe tras esta ética de la
convicción. Tengo la impresión de que en nueve casos de cada diez me
enfrento con odres llenos de viento que no sienten realmente lo que
están haciendo, sino que se inflaman con sensaciones románticas. Esto no
me interesa mucho humanamente y no me conmueve en absoluto. Es, por el
contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de
pocos o muchos años, que eso no importante), que siente realmente y con
toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme
a una ética de responsabilidad, y que al llegar a cierto momento dice:
"No puedo hacer otra cosa, aquí me detengo". Esto sí es algo
auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en
efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que
no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la
responsabilidad y la ética de la convicción no son términos
absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de
concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener
"vocación política".
Y ahora, estimados oyentes, los emplazo para que hablemos nuevamente
de este asunto dentro de diez años. Si entonces, como desgraciadamente
tengo muchos motivos para temer, llevamos ya mucho tiempo dominados por
la reacción y se ha realizado muy poco o quizás absolutamente nada de lo
que, seguramente muchos de ustedes, y yo mismo, como he confesado
frecuentemente, hemos deseado y esperado (muy probablemente eso no me
aniquilará, pero supone, desde luego, una grave carga saber que así
será), me gustará mucho saber qué "ha sido" interiormente de aquellos
que entre ustedes que ahora se sienten auténticos "políticos de
convicción" y participan en la embriaguez de esta revolución actual.
Sería muy bello que las cosas fueran de tal modo que les pudiera aplicar
lo de Shakespeare dice en el soneto 102:
Entonces era primavera y tierno nuestro amor
Entonces la saludaba cada día con mi canto
Como canta el ruiseñor en la alborada del estío
Y apaga sus trinos cuando va entrando el día.
Pero las cosas no son así. Lo que tenemos ante nosotros no es la
alborada del estío, sino una noche polar de una dureza y una oscuridad
heladas, cualesquiera que sean los grupos que ahora triunfen. Allí en
donde nada hay, en efecto, no es sólo el emperador quien pierde sus
derechos sino también el proletariado. Cuando esta noche se disipe poco a
poco, ¿quién de aquellos vivirá cuya primavera florece hoy
aparentemente con tanta opulencia? ¿Y qué habrá sido entonces
internamente de todos ellos? Habrán caído en la amargura o en la
grandilocuencia vacía, o habrán aceptado simplemente el mundo y su
profesión, o habrán seguido un tercer camino, que no es el más
infrecuente, el de la huida mística del mundo para aquellos que tienen
dotes para ello o que (y esto es lo más común y peor) adoptan este
camino para seguir la moda. En cualquiera de estos casos sacaré la
consecuencia de que no han estado a la altura de sus propios actos, de
que no han estado a la altura del mundo como realmente es, y a la altura
de su cotidianidad. Objetiva y verdaderamente, no han tenido, en
sentido profundo, la vocación política que creían tener. Habría hecho
mejor ocupándose lisa y llanamente de la fraternidad de hombre a hombre y
dedicándose simplemente a su trabajo cotidiano.
La política consiste en una dura y prolongada penetración a través
de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo,
pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia,
que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo
imposible una y otra vez. Pero para ser capaz de hacer esto no sólo hay
que se un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de
la palabra. Incluso aquellos que no son ni lo uno ni lo otro han de
armarse desde ahora de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la
destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de
realizar incluso lo que hoy es posible. Sólo quien está seguro de no
quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado
estúpido o demasiado abyecto para lo que él le ofrece; sólo quien
frente a todo esto es capaz de responder con un "sin embargo"; sólo un
hombre de esta forma construido tiene "vocación" para la política.
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